La Universidad de Salamanca celebra sus 800 años de existencia y yo, orgullosa de haber pasado por sus aulas, quiero rendirle homenaje con este excelente artículo de Carmen Carbonell.
En Salamanca, “Venceréis pero no convenceréis”
Del corazón en las honduras guardo tu alma robusta; cuando yo me muera guarda, dorada Salamanca mía, tú mi recuerdo.
(Miguel de Unamuno)
Tres veces, tres, fue don Miguel de Unamuno rector de la Universidad de Salamanca. Por primera vez en el año 1900, y la última, de 1931 hasta su destitución, el 22 de octubre de 1936. Un hombre singular, de los pocos filósofos españoles contemporáneos que pasaron a la historia, quizá, junto con Ortega y Gasset. Acuñó un estilo basado en la paradoja, de lo que era ejemplo en su vida y en su obra: escritos periodísticos, poesía, novela, ensayo… un intelectual, ante todo.
Detrás de la célebre frase ‘¡Venceréis pero no convenceréis!‘ hay un incidente que ha pasado a ser reflejo de su carácter visceral. El vasco no se callaba ante nada, y así lo demostró el 12 de octubre de 1936, aunque su proverbial incontinencia le acabaría costando el puesto.
Se celebraba entonces el conocido como ‘Día de la Raza’, en un acto solemne en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, al que acudieron -entre otros- la esposa de Franco, Carmen Polo (en representación de su marido), el general José Millán-Astray, el entonces obispo de la diócesis Enrique Plá y Deniel, el poeta José María Pemán, el gobernador militar de la plaza y otras fuerzas vivas de la ciudad. El acto se inauguró con unas palabras de Unamuno, para dar paso al resto de las autoridades, con sus correspondientes discursos. No estaba previsto que el rector de la Universidad de Salamanca volviera a tomar la palabra en ningún otro momento, pero tras la soflama de Millán Astray, quiso hacer una ‘aclaración’, que se ha convertido en uno de los discursos más célebres del intelectual:
“Estáis esperando mis palabras, me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio ante lo que se está diciendo. Callar, a veces, significa mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Había dicho que no quería hablar, porque me conozco. Pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo. Se ha hablado aquí de una guerra en defensa de la civilización cristiana. Yo mismo lo he hecho otras veces. Pero no: ésta, la nuestra, es sólo una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer es convencer, y hay que convencer sobre todo. Pero no puede convencer el odio que no deja lugar a la compasión, ese odio a la inteligencia, que es crítica, diferenciadora, inquisitiva (mas no de inquisición…).
Se ha hablado de catalanes y vascos, llamándoles la antiespaña. Pues bien, por la misma razón ellos pueden decir otro tanto. Y aquí está el señor obispo [Plá y Deniel], que lo quiera o no es catalán, nacido en Barcelona, para enseñaros la doctrina cristiana que no queréis conocer. Y yo, que soy vasco, llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española que no sabéis. Ese sí es mi Imperio, el de la lengua española y no…”
Dicen las crónicas de la época que la multitud allí congregada interrumpió el discurso del rector Unamuno, con gritos de ‘¡Viva la muerte! ¡Abajo la inteligencia! ¡Mueran los intelectuales!‘, ante lo que prosiguió:
“Acabo de oír el grito de ‘¡Viva la muerte!’. Esto suena lo mismo que ‘¡Muera la vida!’. Y yo, que me he pasado toda mi vida creando paradojas que enojaban a los que no las comprendían, he de deciros como autoridad en la materia que esa paradoja me parece ridícula y repelente. El general Millán Astray es un inválido de guerra. No es preciso decir esto en un tono más bajo. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no se tocan ni nos sirven de norma. Por desgracia hoy tenemos demasiados inválidos en España y pronto habrá más si Dios no nos ayuda. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes se sentirá aliviado al ver cómo aumentan los mutilados a su alrededor. El general Millán Astray quiere crear una España nueva, a su propia imagen. Por ello lo que desea es ver una España mutilada…
Nuevamente fue interrumpido, esta vez al grito de ‘¡Mueran los intelectuales!‘, pero Unamuno quiso finalizar su discurso:
“Este es el templo del intelecto y yo soy su supremo sacerdote. Vosotros estáis profanando su recinto sagrado. Diga lo que diga el proverbio, yo siempre he sido profeta en mi propio país. Venceréis pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha: razón y derecho. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho”.
Los últimos meses de vida, desde octubre hasta diciembre del 36, los pasó en su casa, bajo arresto domiciliario, aquejado de lo que para él había sido, (aunque dialéctico) ‘un disparo en el corazón’, como reconocía a sus allegados. El historiador Fernando García de Cortázar relató la resignada desolación con la que se enfrentó al el decreto de destitución del rector, firmado por Franco dos meses antes de su muerte: la tarde del 31 de diciembre de 1936.
Las cebollas estaban picadas en trocitos y empezaban a hacer ese ruido chispeante, como susurrándote que las dejes en paz un rato, a fuego lento, si puede ser.
Como lenta y pacífica iba a ser la preparación de mi cena esa noche.
Abrí la nevera para coger el resto de los ingredientes.
Sola en la cocina, después de tanto tiempo. No lo podía creer.
Retomaba mi ritual. Un ritual, cuyos pasos, la mayoría de las veces se abrían a la improvisación.
Me apoyé en la encimera de mármol y, con la copa de vino en la mano, recapacité con regocijo unos instantes, sobre cómo iba a seguir todo aquel proceso.
Un sinfín de ingredientes se paseaban por mi mente en secreto, la cebolla era innegociable, pero había dos tipos de verduras que llevaban dos días impertérritas, sempiternas, eternas y constantes en mi nevera, suplicando que las utilizase para mi arroz.
Mientras abría la puerta del frigorífico para rescatarlas, noté una leve respiración en mi nuca.
Uno de mis mayores placeres y del que disfruto, sólo cuando tengo tiempo, es cocinar. Llevaba seis meses sin hacerlo. Siempre cocinaba él y esta vez le había prohibido que se acercase a un metro de la cocina.
Sin embargo, allí estaba, con esa sonrisa molesta del que mira, no con la intención de compartir, ni acompañar, sino para molestar, interrumpir, sugerir y sugería siempre que se cocinase como en su país, y si en su país se pone cilantro, orégano o eneldo al salmón, pues te sugiere que se lo eches a tu arroz con marisco.
Sin embargo, yo no me hallaba propicia a la discusión. Sonreí, le ofrecí una copa de vino, lo que en España se traduce como una invitación a compartir, a participar… pero esta vez no me iba a tocar el arroz.
Estaba decidida a cocinar yo sola, al igual que yo había dejado que él cocinase durante todos aquellos meses. Incluso con ese estrés de la persona que no disfruta cocinando, sino sólo comiendo. Yo lo había tolerado y esperaba lo mismo.
Se inclinó a oler la sartén y se aproximó a mí mientras cortaba las verduras.
Me hizo indicaciones para que no me cortase un dedo. Imposible, pues utilizo cuchillos que no cortan precisamente para no tener que fijarme en esas chorradas o no tener que irme con un dedo colgando al hospital.
Ese cuchillo no corta, dijo.
No contesté.
Bebió algo de vino y reiteró su peligrosa aproximación a mi sartén, pues llevaba en la mano un botecillo de color rojo oscuro.
Sin preguntar, comenzó a volcar un polvo de color rojizo por encima de las cebollas.
No pude evitar que me subiesen las pulsaciones. Habíamos hablado de ello. Habíamos quedado en que tenía un problema de control. Y lo más estúpido, me había confesado que estaba harto de cocinar ¡qué siempre cocinaba él!
Mi cara se puso roja de ira. Retiré con una cuchara lo que pude del nuevo ingrediente y lo invité cortésmente a que desapareciese de la cocina.
Proseguí cortando pimientos y miré de reojo al resto de las verduras jugando mentalmente a conjugar sabores varios.
¡Cómo había echado de menos a la ceremonia que rodeaba aquello!
Apareció otra vez. Esta vez más nervioso. Parecía que su obligación consistía en realizar indicaciones periódicas sobre cómo él haría el arroz.
¡Venía con una lista! Todo un inventario de quejas esta vez algo más ofensivas con el fin de ofender al cocinero, vamos, a mí: los ingredientes, el nivel de agua en la sartén, el punto de sal y un largo etcétera.
Parecía sufrir, sudaba, se movía de forma nerviosa por toda la cocina, agarrado a su lista y asomándose a los fogones.
Tras superar su número de interrupciones consideré necesario interrumpir mi labor.
Me acerqué al pie de madera en el que él guardaba relucientes y recién afilados todos sus cuchillos y le pregunté si le parecía mejor que cortase con éstos, como me había sugerido antes.
Dejó de sudar, ante la posibilidad de mi renuncia, ante el hecho de comenzar a dominar de nuevo. Se calmó y asintió complacido.
Pues, a mí también me parece muy bien, porque aquí, en España, es costumbre como toque final al arroz ¡¡¡echarle un poquito de sangre del tocapelotas que te lo estropea!!! ¡Y menos mal que no vives en Valencia! ¡Ahí creo que los matan si les tocas la paella!
Mi arroz de marisco salió perfecto, lo tomé sola mirando al mar con una copa de vino.
Él ahora vive en su país, creo que limpia cocinas, pero cuando llega a su casa puede ponerle eneldo a TODO.
Los pasos del atardecer, sobre el silencioso muelle, enredan a todos los que paseamos por sus orillas.
Mientras, el sol, con sus destellos de un cálido anaranjado, se posa con pausada lentitud en todos aquellos rostros que, al cruzarnos, entrelazamos miradas y jugamos a regalarnos pensamientos. Unos miran a los ojos, otros al suelo, al tiempo que, la gran mayoría, los entrecierra para sumergirse en las luces, los olores y las palabras de conversaciones tan sueltas como inacabadas.
No es momento de hablar, sólo de sentir que existen otros lenguajes en la mirada de otras personas, aquellas que caminan junto a ti por las estrechas y prosaicas calles empedradas en las que la antigüedad de sus piedras, de tacto áspero, invitan a seguir puliendo esos adoquines rozados por los siglos.
Deseamos atrapar aquellos instantes de lucidez que sólo aparecen cuando te permites mirar de frente a lo que se desnuda ante tus ojos.
Un escenario, que parece un sueño, hace más obvia aquella realidad compuesta por gotas negras que se arremolinan para que te pierdas por zonas oscuras que no valen la pena.
Son instantes para aprender los matices de las luces del día, ocasiones para apreciar la melancolía que acompaña a la caída del sol mientras esperas, ansiosa, la llegada de la noche.
En ese puerto, de miradas errantes con historias propias, nos hallamos atrapados en ese mágico muelle de ebrios barcos tambaleantes.
Un lugar de pasiones decadentes, cartas de amor y odio garabateadas en servilletas salpicadas por gotas rojas de sangre y vino. Y, por supuesto, un sitio en el que las fotos jamás logran arrancar esos trozos a la realidad.
Después de unas horas, una luna rosada y ambarina cuelga su luces en un cielo claro que ha perdido su batalla con el día.
Es entonces, cuando las piedras centenarias guían, una vez más, mis perdidos pasos hacia el hotel de la colina. Desde allí, me permitiré, una noche más, el lujo de observar la ciudad desde lo alto.
Y cuando las luces se hagan pequeñas, el sueño se tornará más grande, cubierto por el esplendor de la belleza nocturna.
Queda mucho por salvar, no todo está perdido, excepto un pequeño centro de quietud en mi corazón que se ha rasgado un poco más, cortado por esa serpiente rellena de agua que divide la ciudad, y mi alma, en dos partes.
Parece un sueño, pero no lo ha sido. He estado allí y ahora, entre brumas, recordaré para siempre esa ciudad que contemplé desde lo alto de la colina.
Su caos se alimenta de los derrumbes emocionales. Proviene de esas avalanchas de ruinas y ensoñamientos interminables detonados por tantas tardes sin ambición.
No encuentra placer en la autocompasión, nunca lo ha encontrado, porque es esencialmente vital y posee cierta tendencia a la locura.
Todo ello hace que sea más interesante.
Sus discursos están plagados de ese torrente lingüístico caótico en el que te sientes un mero instrumento que utiliza para ordenar sus ideas.
En aquella época, exponía sus pensamientos en alto para llegar a la conclusión que llevaba horas buscando. Cuando ocurría el silencio, significaba que ya la había alcanzado.
Yo solía esperar sin atreverme apenas a respirar para saber cuál era la conclusión al acertijo que atormentaba su mente. Y era entonces cuando él solía salir corriendo hacia otra habitación sin mediar palabra para sentarse a escribir de forma febril.
Mientras aporreaba las teclas de su ordenador, en el que las letras habían casi desaparecido del teclado por su desmesurado uso, en su mente las palabras alcanzaban la velocidad del sonido, pues sus textos salían ardiendo de lo más profundo de sus entrañas. En aquellos momentos, se veía obligado a buscar las palabras, ellas venían en fila hacia él, a veces con demasiada prisa, a borbotones sangrantes que surgían sin cesar. Si en este estado de vehemencia se frenaba hubiese alcanzado la locura o hubiese buscado el suicidio.
No pensaba, escribía.
En esos momentos, era cuando te dabas cuenta de que nada podía arrancarlo de su tarea, tal era la ebullición de sus pensamientos. Como de costumbre, pasaría horas sin poder separarse de aquello y sin hablar.
A la mañana siguiente, publicaba en los mastodónticos medios de difusión donde volvería a seducir con su prolífico verbo.
Después, llegaban las mareas de críticas de toda aquella gente que, según él, no lo entendía, aquellos que pintarían su mirada de aquel negro profundo de la ira, la cual, aplacaba conmigo. Él sabía que yo iba a escuchar aquel desahogo con la mirada clavada en todos sus gestos, bebiendo una por una sus dilatada verborrea.
Solía decirme que no volvería a escribir, juraba que jamás dejaría que lo leyesen. Sin embargo, obsesionado por su ego y su afán, sabiéndose seductor mediante la palabra, preso por el ansia vital escribir, yo sabía que volvería a repetirlo sin pudor, sin retención y con mayor vehemencia.
Precisamente esa poca mesura era lo que hacía que le lloviesen las críticas y era también ella la que poseía a los lectores dependientes de sus textos, como si de una droga se tratase.
No era un escritor comedido, era un hombre de excesos en todos los sentidos. Desbordaba pasión e ideas y se apartaba, sin pretenderlo, de los cánones establecidos, en eso se basaba su carisma.
Conquistaba. Lo amaban, lo odiaban. No existía un término medio, tampoco en su manera de vivir. Él era así.
Y yo, escuchaba, desde mi silencio, observando cada movimiento de sus labios al hablar, cada sombra de sus ademanes en la pared, cada mueca o cambio en el tono de su voz.
Ahora esos feroces tiempos han fallecido. Él sigue escribiendo, pero, entre todos, lo han vuelto cuerdo y los escritores cuerdos tienden a ser aburridos. Hace tiempo que pone una palabra detrás de la otra despacio, ahora tiene que detenerse a pensar.
Por eso, cuando publica, ya no recibe críticas. Han conseguido domarlo.
Ayer, cometí el error de salir de mi madriguera en domingo, algo que, por normal general, no suelo hacer.
En mi estupidez, animada por la creciente temperatura y los rayos implacables del astro sol que me tenían abandonada, opté por una terraza muy popular.
Me senté en una mesita al borde del mar donde podía oír cómo los yates chocaban contra el muelle. Me encontraba en uno de esos puntos de la ciudad que me resultan tan agradables los días laborables cuando están casi vacíos, pero jamás los domingos.
Mientras conversaba animadamente, bastante molesta por la cantidad de gente que gritaba a mi alrededor, podía sentir una sensación incómoda a mis espaldas. Una presencia poco agradable. No quería volverme, pero sabía que detrás de mi había algo irritante.
Efectivamente. Dos de “mis antiguos fantasmas”, en forma de señoras gordas y viejas se hallaban cuchicheando detrás de mí. Dos antiguas compañeras de un sitio de cuyo nombre no quiero acordarme y que, aún siendo de mi edad, parecían tener quince años más que yo.
Mis dos fantasmas se encontraban sentados charlando en una mesa justo detrás de la mía. Podía verlos reflejados en un cristal sin necesidad de volverme.
Hace tiempo que toda esa caterva de personas de una mala fe incompresible para mí y que convirtieron algunas etapas de mi vida en algo de lo que sólo pude huir, no sé por qué motivo trajeron a Sartre a mi mente.
Recordé aquellas teorías perdidas en mi memoria… “Sartre denominaba la indiferencia ante el otro como conducta cosificadora…”. Jean Paul, afirma también que una de las primeras conductas ante el otro es una conducta que ha llamado de “mala fe” (mauvaise foi), y se expresa en la “Indiferencia hacia el Otro”, en tanto en cuanto éste aparece como “cosa entre las cosas”.
Pues bien, he de confesar que ayer, practiqué una “cécité vis-a-vis des autres”, una “ceguera respecto del otro” con muy mala intención.
Y como el mismo Sastre decía jugué, saltándome normas que antes siempre había respetado, “jugué a ser”, jugué a ser mala. Esta vez, y para hacer una excepción, no practiqué “Indiferencia hacia el Otro”, como tengo por costumbre.
Aquellos fantasmas de antaño que miraban hacia otro lado cada vez que faltaba a clase y les pedía los apuntes o que ignoraban mi presencia cada vez que me veían sola en algún pasillo burlándose sin piedad de mi aislamiento, o aquel enorme grupo de cien personas ciegas ante la posibilidad de saber que una en el grupo no era como debía ser, es decir, no era como ellos, continuaban, hoy en día, considerándome una amenaza.
Hoy alcanzo a comprender el porqué, antes no lo entendía.
Aquellos mismos fantasmas de mi pasado, a los que ahora a duras penas veo y que se muestran a mis ojos casi irreconocibles, no podían despegar sus miradas de mí, igual que en el pasado cuando “no me veían, ni me oían”. En esos años en los que una adolescente demasiado tímida era objetivo fácil.
Sé que ser diferente, en cualquier sentido, se paga, y más si te hayas rodeada de gente obtusa, necia, cerril, lerda y zafia. Sé que no están dotados del don de los sentimientos, la ternura y la solidaridad, porque son, sencillamente, idiotas, porque veían competencia donde no la había.
Ayer, como muchos otros días de mi presente, vivo satisfecha de la victoria del que ha permanecido fiel a sí mismo.
Feliz, contemplaba, pues, cómo mis dos ex compañeras habían alcanzado lo que se habían propuesto en la vida, esto es: Un buen puesto de trabajo y un marido, aunque tuviese tres piernas, dos narices, y tres ojeras. Es decir, uno, cualquier cosa y digo “cosa” con toda intención.
Así, con el paso de los años, habían logrado ese toque tan especial de belleza que proporciona el haber sido retorcida, rencorosa y viperina en tu vida. Pues, al final, quieras o no, todo se refleja en la cara. Y puedo asegurar que todo el daño provocado se había volcado en sus acabados, desteñidos y tristes rostros.
Todo ese esfuerzo inútil por aislarme, por mandarme lejos, que es lo único que puedo agradecerles, ha dado sus frutos en mí y en ellas, que se habían convertido en dos señoras viejas cuando aún eran jóvenes. Sin embargo, la imagen que daban era la de dos personas totalmente acabadas, sin sueños, resesas, resecas, abandonadas, aunque cómodas en su molicie, ocupadas en detalles que, por absurdos, daban risa. Inmersas en conversaciones para mentes cerradas, obtusas.
A lo largo de mi vida he ayudado a muchos idiotas y ellos, por idiotas, me han apartado de sus vidas. Hay personas que van por el camino equivocado y, como son idiotas, se niegan a reflexionar.
Además, los idiotas no se rinden jamás, defienden su idiotez hasta extremos que van mucho más allá del sentido común. Luchan por puntos de vista sin argumentos sólidos, por muy absurda que sea su posición. No se puede ayudar a los idiotas del mundo porque no se dejan y, siempre digo, que son muchos. Lo único que podemos hacer es apartarnos de ellos para no perder el tiempo.
Sigo pensando que ayer domingo no debí haber salido porque esos días los fantasmas del pasado suelen salir a pasear. Sin embargo, reconozco que es toda una satisfacción ver en qué han convertido sus esfuerzos y su vida, “mis fantasmas”. Dudo, por supuesto, que ellos se den cuenta, aunque sé que siguen encontrándome rara, distinta y siguen sin poder evitar mirar sin comprender. Y lo que no comprenden, les asusta.
Por último, no publico esto más que dos motivos, lo que Sartre llamaba “mala fe”, y es que sé, cuál es el primer nombre que van a teclear y buscar en Internet durante los próximos días. El otro es para apoyar a todas aquellas personas que se hallen rodeadas de gente necia y sin sentimientos.
Y, por último, debo confesar que estoy muy contenta de que esa clase que, por suerte abandoné, constaba de más de cien personas.
¿Por qué creéis que mi blog tiene tantos pinchazos? ¿Por que escribo bien? No, son los fantasmas, les gusta leerme 🙂
Hay personas que nunca tienen suficiente. Quizá sea que se acostumbran a acumular y, a fuerza de repetición, se convierte en un vicio imparable. No sé.
Resulta que hay gente que por más que les sobren los recursos, siempre quieren más.
Hoy me he acordado repentinamente de ellos al ver un jamón en el supermercado.
Aún puedo ver aquella escena con nitidez. Una extensa cola de eurodiputados del Parlamento Europeo de Bruselas, cuando regalaban jamón de Guijuelo o cualquier otro producto.
En cuanto les llegaba la hora de la invitación al despacho, salían disparados, se metían a empujones en el ascensor y, nada más salir de él, se atropellaban para conseguir un plato.
Toda la tercera planta se llenaba de hombretones trajeados. Jefazos insaciables de mando, y de jamón, que ocupaban su escaño durante un mínimo de cinco años. Los mismos hombres a los que había que obligar, pagándoles un extra, a que bajasen unos cuantos pisos y apretasen el botón cuando debían votar en el pleno, si no, les daba una tremenda pereza. Era más sustancioso acudir a una comisión o cambiar una coma en alguna pregunta parlamentaria.
Y allí estaban ellos, sosteniendo aquel ridículo plato entre sus manos, ansiosos por llegar al final de la cola en la que les esperaba un habilidoso muchacho cortando jamón con sumo cuidado. Después de la larga espera llegaba el premio y éste les servía unas cuantas jugosas y finas lonchas, sin poder evitar cierta mirada de desprecio.
Esa fila no la hago yo ni por un jamón ibérico de bellota de cuatro mil euros.
Era una cola tan gratuita como interminable, que yo evitaba para ocupar, reposadamente, una mesita del comedor y pagar por mi almuerzo.
Aún hoy en día, no puedo evitar que se me dibuje una sonrisa en los labios al recordar las caras de políticos tan conocidos. Personas que, hoy en día, poseen sustanciosas fortunas, acostumbrados a ser invitados o a obtener todo gratis.
Quizá ese sea el problema, a los niños hay que educarlos desde el principio.
Si pudieseis ver quienes permanecían de pie en estas filas, os estaríais divirtiendo tanto como yo ahora.
Quizá por eso no sea rica, pero me he librado de esas interminables horas en humillantes colas gratuitas y de varices en las piernas.
Hace años conocí a una mujer menuda, nerviosa, impaciente, capaz de hacer desaparecer el mundo a su alrededor con sólo abrir un libro, con ingenio, sentido del humor y un entusiasmo contagioso que no dejaba indiferente a nadie.
Una persona ingenua e incapaz de mentir ni para hacer felices a sus hijos con los Reyes Magos. Una mujer con una tendencia casi enfermiza a dar explicaciones, a esclarecer lo que ya estaba claro, por si quedaba alguna duda. Meridianamente claro, sin ambigüedades. Coqueta y con un exacerbado sentido de la estética. Una persona con una locuacidad que enganchaba. Poco diplomática y, por ello, sincera, directa, con un sentido claro de la justicia y de carácter genéticamente irascible, que hacía que su rostro plagado de gestos se llenase de colores como un árbol de Navidad durante unos cortos e intensos instantes que la hacían más graciosa.
Durante su infancia había huído de un ambiente familiar casi enfermizo, a través de los libros, que le habían regalado tardes apartada de su odiado libro de matemáticas. Tardes en las que la soledad, la había llevado a pintar sin cesar sobre miles de hojas en blanco. Horas en las que se había escapado al cine para evadirse y contemplar a James Dean en sesión continua para poder soñar que a él sólo le gustaban las mujeres morenas.
Una mujer cuyas cualidades sólo apreciaron aquellos que la conocieron en persona, alguien que, hoy en día, sigue saciando una curiosidad que parece no tener fin.
Ella sola era capaz de convertir una reunión de muertos vivientes en toda una fiesta, podía conseguir que todos los pasajeros de un avión con problemas de aterrizaje hablasen sobre política o que cualquier conversación con ella en una terraza hubiese sido el contrato del siglo para cualquier anunciante.
Recuerdo que, hace algunos años, la ví entrar en la pequeña sala de una casa privada para tomar algo con unos catedráticos de universidad carentes, como mínimo, de un cerebro pensante. Aún puedo ver a todos aquellos intelectuales cabizbajos incapaces de formar una frase, sin saber qué decirse. Pronunciando monosílabos perdidos en un discurso inexistente.
Desde una esquina de la habitación yo observaba cómo todos sujetaban sus copas, mirando alternativamente a éstas y a la alfombra. Sostenían sus vasos intentando, mediante un esfuerzo del intelecto al que no estaban acostumbrados, pensar en formar alguna frase que cortase aquella tensión tan absurda, aquella incomodidad inexplicable.
Recuerdo ver cómo en medio que todo aquello, esta menuda mujer, con su habitual nerviosismo y sus pantalones ceñidos, entró en la sala, saludando con gran naturalidad, uno por uno, a todos aquellos taciturnos profesores y regalando a cada uno de ellos la frase más apropiada. Su ingenio era puro nerviosismo, pero era ingenio al fin y al cabo.
Recuerdo haberla visto sentarse, servirse algo y, ante aquel silencio difícil de soportar, comenzar una conversación con su peculiar soltura sobre temas comunes para después, interesarse por la vida de todos. Y haber logrado en pocos segundos un ambiente distendido, en el que todo comenzó a fluir de un modo que antes parecía imposible.
Era curioso observar cómo improvisaba. Era lo que mejor se le daba. Nunca trazaba un plan, no tenía ni idea del tema que iba a sacar, pero cuando empezaba, hilaba como una costurera profesional y acababa bordando los acontecimientos, haciendo reír, soñar y, muchas veces, librando a los afortunados que la rodeaban de cualquier preocupación.
Usaba su charla para desahogar su timidez, porque era muy tímida, aunque fuese difícil de averiguar. No le gustaba ser el centro de nada y sé que, en muchas ocasiones, le hubiese gustado desaparecer. Precisamente era en estos momentos cuando más hablaba, empujada por un profundo afán de que la gente se fijase en sus palabras, y no en ella. No podía negarse que tenía grandes habilidades sociales y estaba dotada de un gran sentido del humor.
Esta mujer embutida en unos vaqueros blancos y su pelo negro retirado de la cara, cortaba cualquier silencio. No podía evitar mostrar su esencia, su vitalidad, por mucho que se escondiese, brillaba.
Y, una vez más, había logrado, animar la reunión, todos hablaban contagiados por su magia. Hablaban sobre sus vidas, su preocupaciones, sus miedos, su trabajo. Ella escuchaba con atención para, más tarde, responder con su habitual espontaneidad provocando casi siempre una carcajada. Su intención nunca era conquistar, pero lo hacía sin percatarse.
Y yo la observaba, callada, desde una esquina, entre orgullosa y celosa. Me gustaba verla.
Así era, y es, única, atolondrada, inteligente, ingeniosa, generosa y simpática.
Una mujer que aunque quiera evitarlo, no puede dejar de darlo todo.
Cuando quieres vivir en otro país que no es el tuyo debes saber adaptarte. No hay otro remedio. Es una lección que aprendí hace años.
Por mucho que te pelees las cosas son como son. Haz lo que puedas y lo que toleres y monta tu vida según tus gustos, pero, aún así, debes aceptar que, por mucho que grites, no te van a dar tortilla española si no estás en España. Y si no puedes vivir sin ella, vuelve a tu país.
No me refiero a que cambies, sino a que sepas que hay ciertas costumbres que debes aceptar.
Podría referirme a cientos de anécdotas pero no voy a extenderme.
Cuando tenía trece años, pensaba que los británicos carecían de agua en las duchas, pues cada vez que intentaba lavarme la cabeza, el chorro disminuía considerablemente. Eso hacía que permaneciese allí dentro durante mucho más tiempo del necesario. Sin embargo, me resignaba, pensando que, al vivir en una isla, carecían de los medios suficientes de los que se gozaba en el continente. Ni se me pasaba por la cabeza pensar, que la familia que me acogía estaba ahorrando a mi costa, tonta de mí.
Lo mismo pensaba de la comida, que consitía en medio tomate al día y después de eso, me mantenía en pie tomando un té tras otro. Mi disculpa era la misma, que era gente aislada y no tenía las mismas comodidades de las que los demás disfrutábamos. Lo único bueno de esto, es que parece que, por aquel entonces, mi autoestima aún no estaba demasiado dañada.
Ya más crecidita comencé mis periplos por tierras germanas y suizas.
Si tenía que bajar a un sótano común con el bolsillo lleno de monedas para poder lavar mis pantalones, lo hacía. No me gustaba, ni encontraba normal estar tirando monedas a una caja negra hasta que una aguja subiera hasta cierto nivel que indicase que ya habías pagado tu parte.
Como tampoco me parecía lógico tener que apuntarme en una lista para avisar a mis vecinos de que el martes a las tres quería usar la lavadora ¿Cómo iba yo a saber qué iba a hacer yo el martes a las tres en punto? Es de locos, pero lo hacía. Utilizaba mis turnos y bajaba con una cesta en una mano y un pesado bolsillo lleno de cambio, para ir rellenando una caja negra provista de unas agujas similares a las de un reloj, que tenían que llegar a un nivel con el fin de que ningún vecino aporrease tu puerta después de un cuarto de hora para decirte que no habías cumplido con lo tuyo.
En Alemania y en Suiza, aprendí también que era inútil pelearse en la carnicería. Los carniceros son capaces de ofenderse hasta el punto de querer cortarte una oreja en medio del supermercado.
Cuando compras carne picada en España, el asunto es mucho más sencillo. Te acercas al tío del cuchillo, escoges el trozo de carne que más se adapte a tus necesidades y que esté más limpio. Él te lo enseña y lo estampa con desprecio contra una tabla para cortarlo y meterlo en la máquina que lo va a picar. Y ya está. Esto puedes pedírselo aunque tenga carne picada ya expuesta. Nadie se ofende.
En mi ignorancia, yo pensaba que podía gozar de estos privilegios tanto en Alemania como en Suiza, pero no. No. No. No.
Si te acercas a un carnicero y le dices que no quieres la carne picada que tiene expuesta bajo esos focos rojos que la maquillan de un perfecto tono rojizo, sino una pieza que tú escojas, entra en cólera. En cólera alemana o en cólera suiza, pero cólera.
Y ahí es cuando se desata la batalla en alemán, ya perdida de antemano.
Su cara comienza a cambiar de tono hacia un rojo chillón y mientras sujeta el cuchillo con una mano por encima de su espléndida panza, te explica que él ha estudiado dos años en un plan de formación dual para convertirse en carnicero profesional, que la carne es fresca, cortada por él y que ha pasado todos los controles de sanidad necesarios y un largo ecétera.
Puntos esenciales, pero que a ti, jamás se te habrían pasado por la imaginación antes de señalar tímidamente con tu dedo el trozo de carne limpia que querías para tu cena.
Ningún país es perfecto, sólo son distintos.
El discurso suele durar bastante, tanto en Alemania como en Suiza, si tienes suerte no hay mucha gente a tu alrededor. Yo no la he tenido. Te disculpas y cabizbaja, te resignas a llevarte a casa el paquetito de la carne que tiene expuesta.
Cuando te la entrega, notas que su animadversión hacia ti no ha pasado y nunca lo hará. Ya puedes empezar a pensar en cambiar de carnicero.
No hay más. Es así. Los extranjeros no deben intentar que España cambie, al igual que yo no me peleo con ciertas normas y costumbres, me adapto y evito las que puedo.
No puede gustarte todo del extranjero. Y si tu intención es sólo comer tortilla, ¿para qué has salido fuera de tu país?
Me encantaba observar cómo hacía saltar las almendras de su mano a su boca con una gesto ágil y rápido mientras mantenía sus ojos entreabiertos observando un punto imaginario en el vacío. No recuerdo haber visto que ninguno de los frutos secos terminase en el suelo. Puros reflejos, de eso trataba el juego.
Nos hacía pensar mediante su semblante estático que andaba ocupado resolviendo algún problema que a los demás no nos incumbía. Siempre supe que lo que hacía era disfrutar de su whisky , así como de la animada conversación de sus, por entonces, dos mujeres favoritas.
Era un hombre que había heredado sus maneras de aquellos sesenta tan difíciles de olvidar. Había pasado por miles de libros. Había copiado ese aire existencial de Jean Paul Sartre. Se había vestido de negro para poder deprimirse con convicción. Había visto incomprensibles películas europeas que tenían un mensaje que nadie se atrevía a confesar que no había captado. Había puesto cara de póker y hasta lo había jugado. Había jugado a lanzar naranjas o huevos al aire trazando rápidos círculos para probar sus reflejos. Leía libros sobre artes marciales. Se había pasado noches en vela de charlas infititas para librase de síntomas que lo perseguían por pura genética. Todo ello y más, formaba parte de él.
Lo recuerdo delgado, solía mantener las piernas montadas una encima de otra. Le molestaban las playas. Disfrutaba en silencio de que su mujer lo engañase para que nos perdiéramos por insólitos caminos en el coche. Despreciaba a la gente que era incapaz de desarrollar una idea. Despreciaba a muchos. Encontraba que los niños estaban intelectualmente poco desarrollados. Le gustaban los restaurantes caros. Huía de las multitudes. Le gustaban las películas de ciencia ficción. Era capaz de cambiar de universidad si no quería examinarse de una asignatura. Sonreía a los descerebrados, pues consideraba inútil contestarles. Se tomaba con humor que algún despistado apagase las luces en sus conferencias. Apagaba los recuerdos. Pensaba que la gente no debía desplazarse en medios que no rozasen el suelo. Y le gustaba el whisky con almendras.
Solía fingir que resolvía alguna premisa metafísica, filosófica o lógica, le gustaba ese sufijo. Lo cierto, es que las resolvía.
Sin embargo, en aquellos momentos de whisky y almendras, todos sus pensamientos se centraban en su pequeño juego con aquellos frutos secos. Sé que, aunque lo disimulase, disfrutaba con aquellas minúsculas reuniones en familia a pesar de su fingido aislamiento.
Durante esos ratos de whisky y almendras era feliz. Y nosotros también.
De vez en cuando, despertaba y se unía a la conversación en un tono bajo y contenido. Para más tarde, seguir comprobando que sus reflejos funcionaban, primero con las almendras y después con el coche.
Hoy en día, durante sus conferencias, escucho estupefacta cómo se disculpa ante una panda de jóvenes y no tan jóvenes. Se disculpa por saber demasiado. Se disculpa antes de hablar. Y es que ya se sabe que, saber más que otros, hoy en día, te puede causar muchos problemas. Total, le da igual. Procura mantenerse dentro del círculo porque considera esa lucha inútil. Quizá lo es.
Creo que sigue jugando a tirarse almendras a la boca, pero éstas tienen ahora el amargo sabor a desilusión. Y su fingido aislamiento de antes, se ha convertido en real.
Por lo menos, espero que siga con la misma dosis de whisky o que la haya aumentado.
No me apasiona ir en metro, aunque lo haya utilizado mucho.
En mi vida ha habido metros infames, metros lujosos, metros aceptables, metros en túneles sin fin, metros nocturnos y también diurnos. No me gustan. Lo uso por pura necesidad. Pero prefiero caminar. Caminar te despierta, te azota, te calma, te reta.
No recuerdo una sola vez en la que haya utilizado este medio de trasporte y no se me hayan venido mil interrogantes a la cabeza sobre la gente que iba en él. En muy escasas ocasiones, he sido capaz de evitar observar minuciosamente, y con escrúpulos, que casi rozaban el masoquismo, a todas las personas que me rodeaban. Y ello, siempre me ha conducido a la misma sensación de angustia. No sé si por ellos, o por mí misma.
Ante mis ojos pasaban demasiadas vidas sin destino cierto, vidas en las que los acontecimientos diarios no se cuestionaban, caras que reflejaban que nada importaba, rostros desesperados, sin vida, sin saludos, robóticos que recorrían el mismo camino a diario paseando un mensaje de deseperación que no era escuchado por nadie.
Rostros perdidos en la gran urbe blandiendo la ajada bandera de los que saben lo que no ha podido ser.
En las paradas el búnquer de metal, hierro y aluminio que recogía a las mismas almas espectrales que se subían, derrotadas, a algún vagón similar a los otros y se sentaban sobre la rendición de sí mismos, la claudicación de su ser. Sabiendo que formaban parte de una masa, personas que han olvidado que, años atrás, eran individuos.
Han sido derrotados sin percatarse y han hundido el proyecto de juventud que perseguían de formar un yo único, para entrar a formar parte de una masa amorfa por la que deambulan perdidos.
Suben a los vagones para unirse al naufragio, algunos aún están medio vivos y luchan por no sentarse, por no tocar, para evitar los microbios, las enfermedades contagiosas que por allí se pasean en busca de su próxima víctima, procuran alejarse de los olores bajos de la metálica madriguera común que recorre esos raíles, transportándolos siempre al mismo punto de desolación. Recorriendo una y otra vez, a diario, en medio de una ciudad que se ha hecho demasiado grande y mucho más absurda, se pierden otro día más entre la muchedumbre de la que saben forman parte.
La rutina ha causado estragos y ya no son conscientes de adonde van, quizá les dé igual o, simplemente, quieren olvidarse porque son conocedores de lo que les espera.
Caminad pues, volved a sentir el aire en ese rostro derrotado sin aparentes músculos al que creéis irremisiblemente perdido. La vida aún está, sólo tenéis que apearos del metro y volver a luchar por aquel proyecto que un día tuvisteis: ser vosotros mismos.
Puedo soportar a duras penas unas sandalias y un vestido.
Mi mejor refugio es un edificio de piedra.
Una iglesia.
Está fresca, fría, helada. Allí dentro puedo respirar.
Aunque la ausencia de gente es relajante, también desprende un aire de misterio que no me apetece respirar en ese momento.
Esa noche necesito acercarme más a la vida, por lo menos un poco.
Busco el bullicio de una noche de verano que hasta el momento se ha hecho demasiado larga.
Dentro de los seculares y densos muros de piedra empieza a hacer demasiado frío.
Me voy.
La ola de calor vuelve a golpear mi cara.
Camino sin rumbo.
Hay gente en la calle.
Corros de gente se arremolinan en mitad de la calurosa noche.
Me paro ante un edificio de piedra que parece una mezcla entre el castillo del Rey Arturo y una biblioteca.
Es un club, construido dentro de una iglesia de piedra, cuyo alquiler se paga a las monjas.
La voz desgarrada y grave de Chris Isaak canta “I can´t help falling in love with you” de Elvis Presley.
No puedo evitar entrar.
Nadie puede resistirse a esa combinación.
Dejo aparcado a la entrada el calor, que no cede un ápice.
Me acerco a una especie de rueda de piedra que hace las veces de mesa y apoyo los codos, llevándome una mano a la frente para retirar un mechón de pelo de mi cara.
El ambiente es distendido.
La piedra me transmite el frío que ha acumulado a través de siglos de espera.
Estoy en una ciudad en la que huir del calor es fácil y en la que para realizar un viaje a través de los siglos no necesitas medio de transporte.
Me rodean frases en latín escritas por todas las paredes.
Pido algo con mucho hielo.
El calor lo justifica.
Piedras centenarias, hielo, alcohol y esa voz rota en mis oídos.
La voz de Chris que se lamenta de no poder evitar enamorarse.
Me parece bien.
Uno debe enamorarse. Es casi una obligación.
El calor que no me dejaba respirar se ha desvanecido.
He abierto las puertas de otro siglo.
Los libros están por todas partes, esperando pacientes a que los apoyes en tu regazo.
La música, con su melodía, me proporciona la calma que necesito.
Apoyo mi brazo desnudo en la mesa de piedra.
Con ambas manos acaricio el vaso para sentir el frío de los cubos de hielo a través del cristal.
Un trago helado atraviesa mi garganta.
Ese convento sigue siendo un lugar de culto. Otra clase de culto. Un escondite de un presente caluroso. Un presente agobiante. Tanto, que impide pensar con claridad y que te obliga a pasear tus ideas en círculos, repitiendo los mismos pensamientos hasta el hastío.
Un laberinto angustioso.
Un presente rápido, agobiante y exigente.
Mis ojos se clavan en la frase escrita en una de las paredes “Alea Jacta Est”. No sé si la suerte está echada pero, por lo menos, esa noche parece que puede cambiarse.
El hielo y el alcohol dejan que me escape para poder regresar a lo que creía perdido.
Quizá esa noche termine acogida por algún otro monumento centenario.
O con suerte, aguante hasta las seis de la mañana y me deje despertar en La Regenta por un café recién hecho.
Creo que sobre esas horas la estatua de Unamuno empieza a hablar. Iré hasta allí. Quiero decirle que yo tampoco me quiero morir.
Sonrío pensando cómo ayer hacíamos una barbacoa cerca del río acarreando troncos que tú cortabas a hachazos con todo el cuerpo mojado por el sudor bajo el sol.
Y por el contrario hoy, acabamos de llegar de una de las representaciones de ballet más caras de la ciudad.
El primer día y con el único fin de impresionarme, me obligaste a entrar en Cartier en la Bahnhofstrasse, parecía que habías vivido toda tu vida en esa tienda, hasta el portero que nos abrió la puerta estaba convencido de que eras cliente habitual.
Desarrollas con habilidad esa cualidad tan tuya que te permite representar la función que quieras.
La verdad es que conseguiste impresionarme con aquel paseo por una de las calles más caras de toda Europa. Es fácil impresionar cuando todo resulta nuevo, pero no es tan fácil hacer que cada día sea distinto haciendo únicamente uso de la imaginación. Y sin embargo, ambos lo conseguíamos a diario.
Recuerdo con nitidez cómo después de tu alarde por esas tiendas tan exclusivas, lo que me impresionó de verdad fue tu vuelta a la realidad. Tu sinceridad, imposible de rechazar con un enfado y fácil de aceptar con una sonrisa.
Haciendo uso de la misma y ayudado por la noche y una botella de vino en aquel embarcadero contemplando cómo una intensa luna se dejaba caer con suavidad sobre el centro del Lago, confesaste.
Tus ojos, de un azul felino, se clavaron en mí mientras decías que tenías los francos justos para pagar los recibos del mes.
Aquella sinceridad no pudo más que vencerme y estallé en una gran carcajada, sin pararme a pensar en mucho más.
Ambos nos reímos de lo bueno que era tener amigos que se encargaban de la iluminación de la Ópera de Zúrich y que podían conseguir entradas gratis en primera fila, incluida una copa de champán en el balcón durante el descanso para disfrutar del atardecer en el Lago.
La vida transcurría entre entrevistas de trabajo diurnas, tus esculturas, tus cuadros, las joyas que tallabas con tus manos y mis febriles narraciones en el ordenador mientras tú cocinabas.
Tener más que todo eso, hubiera sido pecado, seguro.
Al abrir los ojos un enorme haz de luz se cuela entre sus pestañas.
Ha ocurrido otra vez. Se despierta desorientada.
Durante los primeros segundos del nuevo día y tras largas horas de un sueño profundo, no puede recordar dónde se encuentra esta vez. No reconoce la habitación.
La sensación de desubicación es demasiado conocida como para tenerla en cuenta.
Esto es lo que suele suceder el primer día. Siempre ocurre.
Cierra de nuevo los ojos e intenta recordar qué ocurrió el día anterior… un avión, gente, un aeropuerto. Ya recuerda. Poco a poco todo va regresando a su mente, pero aún faltan escenas.
Vuelve a abrir los ojos. Es temprano y entra demasiada luz por la ventana. Puede afirmar con certeza que está fuera de España. Está claro. Durante ese mes no es posible que haya tanta claridad a esas horas.
Intenta pensar en un motivo para levantarse y se pregunta qué la ha impulsado esta vez a tomar la decisión de volver a hacer las maletas. Tiene que existir un motivo fuerte.
Aquella oferta de trabajo… ¿o era aquel hombre el que la había arrastrado esta vez? No recuerda. No, no, el hombre no era, era el trabajo. Menos mal, los errores, sólo una vez. Sí, el trabajo. Pagaban muy bien y era interesante. Algo sobre idiomas, traducciones, no está segura… ya recordará. Hay tiempo.
Debe levantarse… pero, qué pereza… no conoce las calles, tendrá volver a utilizar el mapa. Bueno, no está lejos ¿o sí?… Por cierto, ¿en qué idioma tenía que hablar esta vez? No está segura, pero una vez se haya duchado y tomado café, lo sabrá.
Descalza se dirige hacia la ducha, el café de aquella cafetera es malo, pero es café… hay que comprar una cafetera italiana, de las normalitas, de las que sale café, no agua. Es igual, ya lo hará.
Nada más salir a la calle, lo de siempre, ¿izquierda o derecha? Mapa. Vale, ya lo sabe, es a hacia la izquierda.
Las conversaciones de la gente que pasan por su lado le dan una pista sobre el idioma que debe utilizar en esta ocasión. Si no llega a oírlas se habría olvidado de este detalle y sólo se habría concentrado en el arrugado mapa que lleva entre sus manos.
Suspira y mira de nuevo al trozo de papel arrugado y que nunca sabe plegar de nuevo. A ver, el trabajo era… en el centro, no sabe. No logra acordarse. Es por culpa del café, no era fuerte, era agua teñida de algo. Eso es lo que le impide recordar. Antes de llegar a su destino tendría que tomar uno de esos cafés que te ponen a pensar aunque no quieras. Pero no quiere llegar tarde. Debe ser puntual y más el primer día, bueno todos, pero el primero más. Le molesta no acordarse. Es lo de siempre, es el primer día. Todo es nuevo y hay que arañar para hacerse un hueco en esa nueva realidad. Llegar con los ojos medio cerrados y que se abran de pronto y entre tanta luz en tus pupilas, no puede ser sano. Es por eso que no se acuerda.
¡No, no! ¡Sí se acuerda! ¡Acaba de recordarlo todo! ¡No era un trabajo! ¡Eran vacaciones, cinco días de vacaciones!
Tira el mapa mal doblado en una papelera dispuesta a perderse por las calles.
Esta vez procurará no encontrar trabajo, ni enamorarse. No vaya a ser que tenga que quedarse otra vez.
Recuerdo cuando hace tiempo me resultaba fácil entrar en todas partes, a pesar de ser tan tímida.
La razón era simple: Era un fantasma.
La gente no me veía, ni jamás se percataba de mi presencia. Es más, incluso no oía mi voz, yo misma llegué a pensar que era invisible por alguna razón que desconocía.
Lejos de molestarme, esto me resultaba extremadamente cómodo. Lo que una persona tímida suele pretender es pasar desapercibida y yo lo lograba sin esfuerzo alguno por mi parte.
Mi invisibilidad llegó a su punto álgido en mi adolescencia.
Cuando me acercaba a algún grupo de compañeros para pedirles apuntes, raro era el día en el que alguien del grupo me contestase, ya que no me oían, ni me veían.
Si levantaba la mano en clase para responder a cualquier pregunta que el profesor planteaba, éste no veía mi mano en ninguna ocasión por mucho que yo la agitase. No se puede ver la mano de un fantasma.
Si tenía que leer en alto, se multiplicaban las voces que afirmaban que no me oían, aunque yo me esforzase en lo contrario.
Reconozco que, en algunas ocasiones, resultaba incómodo ser tan invisible porque al no ser vista por nadie, tampoco nadie se acordaba de mí para decirme que había alguna fiesta o que el examen había cambiado de fecha.
A medida que pasaba el tiempo las sospechas sobre mi invisibilidad se fueron incrementando, hasta que un terrible día todo quedó al descubierto debido a la indiscreción de alguien que me puso al corriente de la cantidad de gente que estaba pendiente de mí.
Descubrí con horror que me veían, aunque trataban de que yo pensase que no lo hacían.
Este descubrimiento fue mucho más duro que el día en que me enteré de quienes eran los Reyes Magos.
Desde este aciago momento mi perspectiva del mundo cambió.
Pasé de ser un fantasma a darme cuenta de que todo el mundo era consciente de mi presencia y aquello puso mi mundo al revés.
Entendía de pronto que no era casualidad, por mucho que mirasen hacia el cielo, la razón por la cual las señoras se asomaban a las ventanas de mi barrio a la hora exacta que yo salía del portal de mi casa.
O el motivo por el que mis compañeros sonreían desde sus coches al ver cómo me empapaba, esperando al bus bajo una intensa lluvia.
Como si de un desencadenamiento de descubrimientos de tratase, empecé a ser consciente de los motivos por los que en la peluquería siempre intentaban cortarme el pelo, o me hacían tanto daño cuando me peinaban.
Entendía por fin aquella “broma” en la que esas chicas mayores que yo, me habían colgado durante tanto tiempo por los brazos de aquel balcón del colegio cuando contaba sólo siete años.
Comprendía entonces por qué cuando salían las listas de los exámenes, sólo me enterase de la nota si había suspendido, ya que en caso contrario regresaba a mi estatus de fantasma.
Recuerdo la cantidad de llamadas que recibía a casa sin que nadie contestase al otro lado. Imagino que para comprobar dónde estaba.
Razones de sobra había también para que, a pesar de que tanta gente no me saludase, parasen a mi madre por la calle para preguntarle detalles sobre mi vida.
Y también supe por qué todas las personas que nunca me habían dirigido la palabra, se lanzaron a hablar conmigo para convencerme, vehementemente, de que no abandonase mi ciudad natal y no fuese a estudiar a la Universidad de Salamanca. Creo que nunca me había hablado tanta gente ¡Qué liberación no haberles hecho caso y abandonar todo aquello!
Al fin y al cabo, ¿qué les importaba un fantasma?
Conservo mil y un recuerdos de mi época como fantasma, y ahora que ya he crecido, mi problema es que ya no logro ver a toda esa gente aunque la tenga delante de mis ojos.
La primera vez que me embarcaron en un avión hacia otro país fue un verano cualquiera.
Contaba trece años, era hija única y en mi casa intentaban darme un baño repentino de independencia.
Ya en el avión hacia el Reino Unido, aquel asunto, no prometía en absoluto.
Yo ya nací agobiada, y así permanezco, con lo que cualquier pequeña situación que me provoque estrés, me produce dolor de cabeza. He llegado a sospechar que mis padres habían pagado extra para que mi aprendizaje comenzase de manera más brusca, puesto que sufrí uno de los vuelos más accidentados de mi vida. Bolsas de aire caliente que hicieron descender al avión varios metros en unos segundos, un despegue muy extraño y algún susto que otro en pleno vuelo. Ahí empecé a hablar de tú a tú con mi adrenalina y debo decir que, hoy en día, ya nos entendemos bastante bien.
Sin embargo, aquello no iba a amedrentarme. Había decidido afrontar aquello con valentía y hasta el final. Así lo hice pues.
Recién aterrizada en Londres nos metieron a todos en un autobús hacia nuestra ciudad de destino, en el sur de la Isla.
Durante el viaje intentaba concentrarme en todas las recomendaciones maternas y en algún salvavidas que mamá me había regalado en caso de apuro… “Un mes no es nada, son sólo cuatro semanas”. Reconozco que a mí, lo de contar por semanas me sonaba mucho mejor, puesto que tan sólo habían transcurrido unas horas y me habían parecido días. Empezaba a pensar que aquello de entrenar mi independencia era una broma de mal gusto y que esa noche dormiría de nuevo en mi cama. Por supuesto, no fue así.
Nada más llegar nos distribuyeron en nuestras respectivas familias, mientras mis compañeros de viaje lloraban desconsolados gritando el nombre de sus padres.
Muchos regresaron a España al día siguiente, otros a los tres días y sólo algunos nos quedamos todo el mes. No voy a decir los valientes, sino los obedientes.
Era sobre las nueve de la noche cuando llegué muerta de cansancio y con el dolor de cabeza multiplicado por tres, a lo que se suponía iba a ser mi nuevo hogar. Mi madre postiza y su hija, tan única como yo, me recibieron ofreciéndome un trozo de pastel y un té caliente.
Como yo era una nena tan obediente, lo rechacé amablemente siguiendo la recomendación de mi madre de “no comer nada antes de cenar”. Debería haber añadido “sólo en España”. En el Reino Unido después de las nueve no había más que irse a dormir.
Durante los días posteriores comprendí que la última comida del día se servía a las cuatro de la tarde. A partir de entonces, no rechazaba nada de lo que me ofrecían. No arreglé mucho, pues lo único que podía tomar después de las cuatro de la tarde era un té, que degustábamos en el jardín sobre las siete. El agua caliente hacía que, durante un rato, mi estómago dejase de protestar.
Por el afán de ahorro de mi anfitriona, mi cena, que no la de su gorda hija, consistía en una loncha de tomate. Jamás me pusieron el tomate entero, lo cuál hubiera sido todo un detalle por el precio que pagaban mis padres por mi estancia.
Acatando mi estúpida obediencia y a pesar del hambre tan espantosa que pasaba, no compraba ni comía nada entre horas. Podría decirse que me mantenía de lo que me daban en el desayuno, que llevaba a cabo después de luchar para lavarme la cabeza, debido a los cortes de agua provocados por mi tacaña madre inglesa.
Con todas aquellas restricciones que observaba en aquel entorno hostil, cada día me convencía más de lo triste que hubiera sido ser inglesa. Nacer en un país en el que comes un trocito de tomate a plena luz del día, bebes agua caliente para no morir de inanición sobre las siete y no disponen de agua en las duchas para sacarte el champú de la melena, como en los países civilizados. Comprendía entonces todos los vicios británicos para luchar contra todas aquellas calamitosas circunstancias, no durante un mes, sino durante toda la vida.
Cuando pensaba que mis padres estarían con amigos en alguna playa, regresando a casa después de pasar el día jugando con el mar y que cenarían, como la gente normal, más tarde de las nueve, mi estómago me gritaba con más ímpetu que volviese a España.
Extraño que de esos viajes surgiese mi adoración, no sólo por la Lengua Inglesa, sino también por los idiomas. Durante esa difícil estancia el sonido del idioma, que pasaba horas escuchando, me embaucaba. Hasta llegué a disfrutar de las tertulias de barrio con los vecinos en el jardín de la casa.
Odiaba profundamente que la novela, “Los Gozos y Las Sombras”, que me había llevado en la maleta, mermara cada vez más. El pánico me asaltaba cuando veía disminuir las páginas ante mis ojos. No quería que aquellas palabras, que me libraban algo de mi profunda morriña durante un rato, me abandonasen antes de que mi estancia terminase.
Esos días con mi tacaña familia, entre lágrimas a veces, procuraba adaptarme a ese entorno ajeno y absurdo, en el que la gente sacaba la aspiradora al asfalto para limpiarlo, o en el que envidiaban a los vecinos bronceados en rosa, tras sus vacaciones en España.
Y así, trascurrían los días en los que me sentaba frente a ese gigantesco plato con aquella solitaria raja de tomate esperándome. Con aquel régimen llegué a perder unos cinco kilos en tan solo un mes y mis redondeces de niña, comenzaron a convertirse en unos cuántos huesos mientras rememoraba tapas variadas.
Mi regreso a España fue una de las sensaciones más intensas que recuerdo. Nunca me había hecho tan feliz ver a mis padres. Claro que, hasta entonces, nunca los había perdido de vista durante tanto tiempo.
A esas alturas, mi estómago se hallaba tan encogido como un guisante y poco más que eso pude tragar el día que regresé.
Eso sí, debía seguir entrenándome en el arte de “no necesitar a la familia como una hija única” y al verano siguiente, me embarcaron de nuevo en aquel avión en el que volví a sufrir aquel dolor de cabeza que no había tenido en todo un año.
Durante ese segundo verano, volví a derramar lágrimas e insultarme por ser tan obediente como para haber caído otra vez en la misma trampa.
Seguí convencida de lo triste que era ser ciudadano inglés y haber nacido en un país en el que las cenas consistían en una triste y exigua raja de tomate que se tomaba con tenedor y cuchillo por cuestiones de protocolo o para hacerte la ilusión de que te estabas zampando un pollo. En mi país, a esas horas de la tarde, el tiempo daba para mucho más que eso. Por esa misma razón, ni me molestaba en explicar a toda aquella gente lo equivocados que estaban todos los habitantes de esa Isla. No quería que nadie se enterase para que no hubiese una estampida hacia España. No habría para todos.
Lo que sí hice mi segundo verano en Plymouth fue llevar más novelas. Y no rechacé el trozo de pastel de bienvenida, ya que sabía que esto era una excepción.
Lo que no entendía por aquel entonces, era por qué en esa casa estaban todos tan gordos. Años más tarde, supe que sus cenas y lo que había entre las mismas, eran mucho más abundantes. También entiendo por qué mi hermana inglesa se ponía tan furiosa conmigo cuando nos poníamos el bañador.
Y es que no se puede ser tacaño, pero es peor ser tan obediente como yo.
Uno de los momentos más felices de mi infancia fue el día que fui a ver la reposición de Superman con mi tía Elena.
Me encontraba casi en la pre-adolescencia cuando a mi tía, que adoraba a los niños, se le ocurrió llevarme a una película que ella había disfrutado hasta la última escena.
Mi tía Elena era infantilmente feliz, una persona animada, a la que le gustaba comprar cosas y, sobre todo, regalar. Tenía un espíritu joven y generoso y esto hacía que disfrutase de todo.
Era capaz de convencer a todo el mundo para embarcarse en un viaje en coche en una tarde aburrida. En mitad de una conversación nos decía que conocía un sitio muy chulo que nos quería enseñar. El viaje siempre se convertía en una aventura, lograba que nos perdiésemos en algún lugar desconocido. De eso se trataba.
Solíamos llegar a un bosque en medio de la nada o a un pueblecito perdido que no figuraba en los mapas. Entonces nos veíamos obligados a dormir en algún lugar del camino.
Y ella sonreía, mientras su marido refunfuñaba. Y a mí, secretamente, me encantaba.
Por desgracia, por aquel entonces, mi timidez era casi enfermiza. Mi pudor impedía que expresase mis sentimientos en voz alta. Odiaba que alguien supiese qué me gustaba o qué no.
Y Superman, como a casi todos los adolescentes, me gustó y mucho.
Como era de esperar, y a pesar de ser la segunda vez que veía la película, ella salió pletórica. Con su entusiasmo habitual intentaba arrancarme algún “sí, me ha gustado” que yo soltaba a duras penas y con cara pétrea. Con razón, se desesperaba.
Lo que ella no sospechaba en aquella época es que cuando salí de ese cine mi vida había cambiado para siempre.
Estaba totalmente enamorada de Superman.
Tanto es así que, durante meses, no podía pensar en otra cosa. Miraba al cielo esperando que apareciese en cualquier momento. Me fijaba en todos los hombres que eran tímidos y llevaban gafas, esperando ver el traje de mi Superhéroe debajo de su camisa.
Ya a mi corta edad, el hecho de haber visto esa película me llevaba a pensar que, cuando él apareciese, sólo se fijaría en mí, como si me hubiese hecho un guiño en alguna de las escenas y ya tuviésemos un acuerdo tácito para nuestro posterior compromiso.
Pensaba para mis adentros que jamás consentiría estar con un hombre que no volase.
Es más, recuerdo haberme prometido a mí misma que hasta que no encontrase un hombre que volase, no querría a nadie.
Debo confesar que, hasta ahora, no he encontrado a ninguno que vuele.Sí he salido con alguno que caminaba, pero la mayoría de los hombres con los que he salido, reptaban.
Incluso algunos no se limitaban a reptar, sino que se arrastraban de tal modo que desaparecían bajo tierra. Y yo, como es lógico, dejaba de verlos.
Recuerdo con nitidez las cenas al lado de nuestra ventana abierta de par en par y los árboles casi rozando mi rostro.
Solía sentarme en el cenador de nuestro piso y veía como la lluvia y los truenos borraban por fin el aplastante sol del día.
Suiza era un horno en verano. Una olla a presión a punto de estallar, pero por las noches siempre nos daba un respiro.
Esos momentos en los que todo cedía eran mágicos.
Nuestras cenas interminables en las que tú luchabas por hablar alemán alto y, después de la segunda copa de vino, ganaba tu dialecto de Zúrich.
Esas cenas tenían esa mezcla de locura que yo necesito para sentirme viva.
Cuando me conociste no sabías que no lo hago a propósito, me sale así, transformo una vida corriente, en otra que no lo es.
En un país lleno de normas que tú me enseñabas y que yo seguía, nuestra vida llegó a discurrir de forma paralela a ellas.
Eran normas razonables, bien pensadas, que seguíamos religiosamente para, en secreto, seguir las nuestras.
Y tú, te pasabas a las mías, sin darte cuenta. Y eras más tú mismo de lo que nunca habías sido.
Reservado como una piedra, no podías evitar contarme historias que habías enterrado hacía tiempo.
Todo aquello que te ardía en el pecho.
Había miradas que lo decían todo ¿recuerdas? Y risas más españolas que suizas.
Cocinabas tus pasiones.
Yo bajaba al sótano a por más vino o a por aceite.
Al regresar, te parecía que había tardado horas, en vez de unos minutos.
Me mirabas, sonreías y seguías cocinando.
Y la lluvia hacía sonar esas campanillas que tenías colgadas de la ventana.
Ese ruido no iba contra las normas.
Recuerdo el tintineo y su paz.
Y esos días de insoportable calor cuando cruzábamos El Lago en Ferry, el coche, tú y yo.
Para llegar a esa bodega en la que nos vendían esas cajas de nuestro vino favorito, ¿te acuerdas?
Nuestro Riesling-Silvaner, aunque acabáramos bebiendo vino español.
Y los dos sabíamos que ese calor implacable, arreciaría en forma de una lluvia copiosa con la llegada de la noche.
Esperábamos impacientes a escuchar el sonido de las campanillas de nuestra ventana y del viento doblando los árboles. Siendo la reverencia de éstos la antesala de la tormenta.
Y un millar de sonidos.
El calor y las normas cedían mientras del cielo caía agua, no gotas de lluvia, sino un torrente.
Las normas suizas dejaban de tener vigencia y sentados en el pequeño cenador de mármol, pasaríamos horas interpretando los sonidos que nos traía el ruidoso silencio.
Un silencio cargado de conversaciones ocultas que nos divertíamos en descifrar.
Recuerdo esas noches en las que, en una de las ciudades más ricas de Europa, el dinero carecía de importancia y sólo dejábamos paso a la vida.
En esos momentos en los que tu país es el que tú mismo creas, no en el que vives.