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Livia de Andrés

Archivos de etiqueta: Reflexiones

Olor a nieve

27 martes Dic 2022

Posted by Livia de Andrés in Reflexiones, relatos, Uncategorized, Vida

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pensamientos, recuerdos, Reflexiones, relatos, vida

Aún con el pelo mojado de la ducha me acerco a la ventana. Empieza a nevar.


Mientras todos duermen yo disfruto del silencio y la cálida estancia que me ofrece un espectáculo que echaba de menos, mientras pienso en el desayuno que nos espera abajo.


El café recién hecho, el pan, la mantequilla, mermeladas, fruta, huevos y otras cosas que sólo me permito comer en ocasiones especiales como estas o algún domingo, me esperan.


La noche después del viaje ha sido plácida, me siento descansada y lejos de ese bullicio de la cuidad, que aún no echo de menos.


Ayer al bajar la ventanilla del coche ya predije que iba a nevar durante la noche, aprendí a oler la nieve cuando vivía en Zúrich, la nieve me entusiasma.


Siempre he sentido este tipo de exaltación por los fenómenos atmosféricos. Recuerdo que, cuando era pequeña e iba en coche con mis padres, si se desataba una ventisca de nieve en la que se perdía toda visibilidad, yo estallaba en gritos de alegría.


Hoy en día, comprendo sus caras de preocupación pero mi recuerdo sigue presente aún hoy: la parada obligada, tomar algo caliente con unas castañas asadas, la generosidad del dueño de bar que nos acogía hasta la hora en que pudiésemos reanudar la marcha.Aquellas charlas cerca de una chimenea, el olor a castañas, la bondad de la gente, son mis recuerdos de las ventiscas.

En Zúrich que está hecha de nieve, de lagos y de picos cubiertos de un permanente manto blanco, en cuanto caían los primeros copos por la mañana, cogíamos la cámara, el coche y nos lanzábamos a hacer fotos durante largas horas. Todo solía terminar delante de una fondue de queso, que acompañábamos con copas de vino blanco. 


También recuerdo esos copos a las siete de la mañana mientras me dirigía a la universidad atravesando la Plaza Mayor de Salamanca. Solía ir temprano por tres razones: una, que me gustaba desayunar en uno de esos antiguos cafés cerca de la facultad en los que la calefacción te permitía librarte de la ropa de abrigo nada más entrar; Dos, una beca que debía que mantener estudiando mucho, además de que, tres de mis profesores ya me habían ofrecido llevarme el doctorado, incluido el primer año pagado en Estados Unidos; Y la tercera razón, que era la persona más feliz del mundo en aquella pequeña cuidad peatonal llena de piedras y costumbres milenarias que no podía dejar de recorrer y descubrir, consciente de haber dejado atrás ese odio sin razón, ese silencio injusto que en mi último día de clase en mi cuidad natal, se tornó en un bombardeo de preguntas, incomprensibles para mí, sobre la razón de mi marcha. Un silencio sólo roto con el anuncio de mi inminente traslado.

En Salamanca también nevaba, hacía frío, una frío seco que no me molestaba, no como la humedad gallega, muchas veces estábamos a temperaturas bajo cero, pero en la Universidad jamás se pasaba frío, en ningún sitio en realidad. La luz brillante del sol y las enormes estrellas del cielo de Castilla de noche o los acordes de «Losing my Religion» de algún músico en los arcos de la Plaza siempre estaban presentes para acompañarme.


Nunca he sentido frío con la nieve, de hecho cuando nieva no hace frío. Sí, recuerdo un día horrible, como horrible era la compañía, en Berlín en el que pasé mucho frío, tanto en el cuerpo como en el alma. Ese tipo de frío no se olvida y sólo se puede intentar tapar con la calidez de otros recuerdos. 
Fue en un viaje corto que yo me empeñé en hacer para conocer la cuidad. Era de día, aún no nevaba, esa es la peor parte. El cielo se teñía de unos colores muy extraños, gris oscuro, rosa, gris claro, negro, parecía que iba a caer la bomba atómica. 


No había nadie por las calles, por las calles donde yo estaba, por los menos. Claro que me había metido en un Berlín Este aún no reconstruido. El paisaje, que aún no había dado tiempo a reedificar, era de la post guerra. Tanto es así que en muchos de los muros de los edificios que nos rodeaban, aún se podían observar los agujeros de las balas.


Todo era gris y había un silencio tan ruidoso que me hacía temblar y no de frío. Como sin darme cuenta se hizo de noche, una noche profunda que parecía que nos iba a tragar, caminábamos por calles desangeladas, vacías, sin gente, no había nadie, ni nada. 


Eran tan sólo las dos de la tarde, cuando sentí que algo liberaba un poco aquella tensión pre apocalíptica y miré hacia el cielo, entonces pude sentir los primeros copos deslizándose por mis mejillas, aquello me hizo sonreír. 


Lo último que recuerdo es mirar hacia un lado, ver unas velas doradas en la ventana de una café, entrar y pedir un brunch entre enormes pandillas de alemanes ruidosos y es que, si otra cosa trae siempre la nieve consigo es hambre, mucha hambre.


Y aunque aquí la nieve cae fuera de la casa y la sensación de apetito no es la misma que si has estado en medio de la nieve, debo confesaros que mientras escribo sólo puedo pensar en ese café que me espera abajo, por tanto, si me disculpáis…

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Puedo prometer y prometo

08 jueves Dic 2022

Posted by Livia de Andrés in crítica, Ensayos, Política, Reflexiones, Uncategorized

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crítica, Política, Reflexiones

Prometer se puede prometer de todo y siempre.

Imaginaos que yo os digo que a cada uno que me lea voy a mandarle cincuenta mil euros, os veo leyendo aunque escriba qué he desayunado hoy ¿Me equivoco?

Con los políticos funciona igual, ellos prometen en sus programas electorales con desahogo, son elegidos y sus promesas quedan en el olvido sin más consecuencia.

Nunca lo he entendido, porque, a mi modo ver, puede equipararse a un incumplimiento de contrato pero sin consecuencias. 

Los días preelectorales sueltan lo que quieren en sus encendidos discursos y en cuanto se acomodan al día siguiente, pactan con quien les viene bien o hacen absolutamente lo contrario a lo que han venido proclamando durante meses. 

No hay consecuencias para nuestros representantes públicos porque la mayoría los españoles olvidan, vuelven a sumergirse en sus rutinas diarias y en sus quejas de desahogo en los bares. Verdaderamente desalentador y deprimente.

La resignación de los españoles paga los sueldos de los políticos.

Por esa razón, nunca he entendido por qué los programas electorales no se firman ante notario.

Sería lo más lógico. Si no se cumplen todos y cada uno los puntos que se prometen a los ciudadanos, simplemente, el partido en cuestión tiene que abandonar su escaño, su sueldo y buscarse la vida en otra cosa. Se acabarían las promesas al aire.

De esta manera, prometerían sólo y únicamente lo que fueran a cumplir. 

Supongo que en esta tesitura sólo habría un par de puntos en sus programas pero, por los menos, no tendríamos que votar un cheque en blanco y pagar durante cuatro años para que lleven a cabo todo lo contrario a lo que, en realidad, queremos que arreglen. De paso, y ante notario, nos libraríamos del noventa por ciento de los mentirosos y sus mentiras de un plumazo, nunca mejor dicho. 

Y de esta forma, sólo permanecerían los que cumpliesen lo que llevan en sus programas electorales, lo que reiteran con fruición por todas partes de España hasta el día anterior a las elecciones, día en el que nuestros representantes sienten una gran liberación, la de saberse pagados durante cuatro años más, sin tener que realizar el esfuerzo de ir de pueblo en pueblo, besando, saludando y prometiendo. 

Bajo mi punto de vista es de una lógica aplastante. 

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El tamaño importa

22 lunes Ago 2022

Posted by Livia de Andrés in crítica, Humor, Política, Reflexiones, Uncategorized

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crítica, humor, pensamientos, Reflexiones

El arte del camuflaje ha llegado a los productos que nos venden. Todo está encogiendo.

No hace mucho tiempo tardaba meses en terminar mi dentífrico y aunque no suelo fijarme en este tipo de cuestiones, esta mañana he estado investigando concienzudamente el tubo y he podido observar que estaba lleno de aire pero que la pasta era harto escasa.

En la calle ocurre otro tanto, todo es más pequeño. Las enormes tapas que antes substituían con facilidad a una comida, también han visto reducido su tamaño.  

Si antes te presentaban unos albondigones del tamaño de una pelota de tenis, ahora te sirven unas miserables pelotillas, o lo que antes era un cuarto de tortilla, ha pasado a ser un tercio. Sin embargo, los precios no se reducen, más bien al contrario.

Hasta los gramos de los productos que vienen en los envases o envoltorios son menores, aunque resulta algo más complicado enterarse, ya que suelen centrifugar las letras hasta que hacerlas totalmente ilegibles.

Somos más pobres y menos libres. Vivimos bajo el mandato del decreto, de la restricción, casi todo está prohibido y casi todo, lo está, fuera de la ley.

Nos dictan cuando debemos hacer las cosas, cómo debemos hacerlas, nos sugieren mil formas de ahorrar y permanecemos sentados, quietos callados y acatando. Por eso estoy tan ocupada, hay tanto a lo que desobedecer.

Vivimos encogidos y encogiendo, nos encogen la cartera y nos encogen la mente, cautivos entre el mandato del miedo y el insultante decreto.

Estamos más enfadados, no más fuertes, pero sí más cansados.

Todo se hace más pequeño, menos nuestro cabreo, que es el único que no encoge.

Las dimensiones de los abusos a los que nos han sometido y siguen sometiendo es considerablemente grande, de un tamaño que, desde luego, importa.

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Un tranquilo paseo

15 domingo May 2022

Posted by Livia de Andrés in crítica, Ensayos, Humor, Reflexiones, Uncategorized, Vida

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crítica, humor, Reflexiones, vida

Camino por una acera ancha bajo un día azul con luz y sol, ya que, como siempre, han anunciado lluvias.

Tres personas se acercan de frente, las tres vienen hacia mí, mientras me miran fijamente. No sé por qué me miran, lo que me pregunto es si realmente me ven, porque cuando nos crucemos, no habrá sitio para que pasemos todos. Echo un vistazo hacia el mar e intento respirar profundamente porque me huelo lo que va a ocurrir y no quiero enfadarme.

Nos cruzamos, ninguno de los tres se aparta, no cabemos y yo tengo que bajar de la acera a la carretera. Procuro no irritarme pero no puedo evitar pensar si su cerebro ha registrado que yo existo y dejar algo de espacio.

No importa. Es cotidiano. Sigo mi camino hacia la farmacia. Cuando llego veo que están atendiendo a tres personas en tres mostradores distintos, por tanto, opto por esperar en la calle, ya que, aunque espere dentro, no me van a atender antes.

Noto una presencia detrás de mí y la pregunta de rigor: «¿Estás esperando para entrar en la farmacia?» Le contesto que sí amablemente. Noto que se acerca algo más a mi cuello y otea hacia dentro de la tienda. Empiezo a sentir el acoso, ese acercamiento continuo por detrás, ese desasosiego del que cree que si estamos todos apelotonados dentro de la tienda las cosas van a ocurrir con más celeridad.

Hay que esperar y no me muevo de la puerta de la farmacia, soportando con estoicismo la presión de la susodicha, a la que parece que le resulta imposible esperar fuera, a pesar del espléndido día. Su estrés le debe de estar soplando al oído que está lloviendo. 

Por fin, dejan de atender a una señora que está a punto de salir. Entonces mi acosadora me sopla al oído: «Creo que ya puedes entrar». Le contesto: «No, no puedo, tengo que dejar salir a esta señora por la puerta para poder entrar», le digo con una voz contenida.

Hay mucha gente que piensa que si te abalanzas justo en el momento en el que alguien sale por la puerta de una tienda puedes volverte un cuerpo tan etéreo, que traspasa a todos los seres con los que te cruzas sin tropezar. 

Por fin, entro con paso rápido. Cuando me están atendiendo, la farmacéutica le habla a alguien que no soy yo. «Por favor, le dice: Apártese y espere en la puerta, tenemos aforo limitado». Mi acosadora parece estar convencida de que si se pega a mí, ganará la carrera de Fórmula Uno de a quién le despachan antes el Paracetamol. Idiota.

Ya en la calle, me dirijo hacia mi último recado. Esta zona está bastante llena por las numerosas tiendas que llenan la calle, pero como no son ni las once de la mañana, no tengo que pelearme por pasar y puedo terminar lo que tengo que hacer sin perder demasiado tiempo.

Unos metros más adelante veo a varias señoras delante de mí que no me dejan avanzar, intento ir por un lado pero, justo cuando procuro adelantarlas, se paran en seco, las cuatro, todas al tiempo, como si estuvieran guiadas por el chip de la sincronización. Se quedan paralizadas porque están acabando una frase y ya se sabe que eso de caminar y hablar, es tarea difícil. 

Cuando creo que se van a poner en marcha, algo les llama la atención, un cartel, miran hacia arriba y comienzan a leer en alto. No lo puedo creer. Yo sólo quiero pasar pero no existe ni un resquicio de espacio para mí. Intento ponerme de lado, muy arrimada a una pared. Entonces me convierto en su foco de atención, miran como estrujo mi cuerpo para poder adelantarlas. Incluso les pido que se aparten un poquito. Mi maniobra las entretiene más que el cartel, pero no por eso se mueven ni un ápice. Eso sí, me miran mucho. No entiendo nada, parecen zombis. Cuando ya he conseguido arrimarme todo lo posible a un escaparate para librarme del grupo, entonces deciden reanudar su marcha. Como sus movimientos no son precisamente hábiles, me obligan a retroceder y a situarme justo detrás de ellas, he regresado al puesto de salida.

Suspiro. No quiero estresarme. Es una mañana bonita y soleada, repito en mi cabeza, no hay para tanto. Por fin, han visto una cafetería y se apartan de mi camino.

Reanudo el paso, la calle está despejada y puedo caminar a mi ritmo. Respiro aliviada. Entonces veo que un hombre avanza de frente, con su perro, hacia mí. Sitio suficiente, no habrá problema esta vez. Sin embargo, noto que el dueño del perro deja la correa cada vez más suelta, hasta que al cruzarnos, mi única opción es ponerme a saltar o pararme de nuevo. Lo miro. Quiero que se dé cuenta de que no puedo pasar. Me mira, me mira mucho, no me ve, no se da cuenta de que está interrumpiendo mi paso. Me paro de nuevo, suspiro y miro al cielo. Por suerte el perro huele algo y se aparta.

No entiendo que la gente no sepa caminar por la calle, que no dejen pasar, voy pensando en rulo. No puedo dar un discurso a cada una de las personas con las que me cruzo pero mis pensamientos se apelotonan, hablo conmigo misma, parece que todos llevan orejeras, que no oyen ni ven, que no consideran que deban interrumpir su camino ante un obstáculo. Ellos van de frente, avanzan, por lo menos sus cuerpos, porque sus mentes no avanzan en absoluto, éstas se encuentran totalmente paralizadas.

Por fin alcanzo mi destino, realizo mi recado y salgo disparada hacia mi casa. Un hombre joven me adelanta por la derecha. Vale, tendrá prisa. Nada más pasarme, se cruza en mi camino para meterse por la izquierda en un portal y tengo que frenar en seco. Ha ganado un segundo y casi me ha hecho tropezar.

De pronto lo veo claro, no puede ser que la gente no sepa caminar, que no vea o que su egoísmo no les permita pensar más que en ellos mismos. No, la gente no es así. No se me había ocurrido ¡No son gente! ¡Son zombis! Por eso todo el mundo camina sin agilidad, sin sortear obstáculos, sin reaccionar ¡Están muertos!

Me voy a casa y cierro la puerta con llave, no vaya a ser que yo también me infecte y empiece a golpearme contra todos los muebles del piso.

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La manipulación de las masas

06 domingo Feb 2022

Posted by Livia de Andrés in crítica, Ensayos, Humor, Reflexiones, Uncategorized

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crítica, humor, Reflexiones

Como en todas las crisis existe un período de exaltación. 

Cuando empezó la pandemia la gente se quedaba en casa emocionada ante la novedad de ser encarcelados. Asomaban las cabezas por ventanas y balcones aplaudiendo a la hora estipulada.

Bailaban, se saludaban por las ventanas, salían en pijama a la calle, se prestaban los perros, no iban a trabajar. Party total. 

Miraban lo inmediato como el que mira unas vacaciones que paga con tarjeta de crédito y no quiere recordar que llegará el momento de regresar.  

Todo era juerga. No vivían una pandemia, eran vacaciones pagadas, estaban encantados de obedecer, de poder entrar por turnos para comprar papel higiénico y galletas. 

Sin embargo, tras la imposición de normas nuevas sin fin y del cambio de las mismas, de forma casi semanal por un sistema arbitrario, observo, que los tiene algo hastiados.

Esas miradas de alegría porque un virus estaba matando a tanta gente, se han transformado en miradas vacías, interrogantes, de tristeza a veces.

Me resulta extraño que no dejen de hablar de normas que van a cumplir o no, pero que no haya oído hasta ahora otro tipo de preguntas ante un fenómeno sin precedentes que afecta a todo el planeta.

Se habla de vacunación, de dosis nuevas, pero no se observa lo que en realidad está ocurriendo de forma global. No es que esto vaya a afectar sólo a sus vacaciones, lo extraño es que nadie se pregunte por qué un virus que afecta a la totalidad de la población mundial, mantenga un silencio también mundial. 

Un silencio que me resulta atrozmente atronador.

Se mencionan soluciones, picos, repuntes, bajadas, normas, lo desgranan yendo por países, nos dicen que va mejor, que la semana que viene tengamos más cuidado porque se prevé que el pico remonte.

¿Y el origen? Todos callan.

Todos los países permanecen callados sin atreverse a preguntar a la fuente, cómo se creó, con qué intención. Imagino que lo saben o que prefieren mantener un perfil bajo.

El negocio creado con mascarillas y fármacos es de magnitudes cósmicas y ante tal fortuna no hay quien se levante y hable, esa es otra poderosa razón.

Al resto de la población, la masa sin clasificar, se la mantiene entretenida con disquisiciones tales como si les ponen un poquito más de vacuna, si la mezclan con otra o no. Al final, si nos sienta mal o nos salen dos cabezas, dirán que fue porque teníamos mala genética o le echarán la culpa a que nos pilló una neumonía por no hacer suficiente deporte.

El deporte, otra de las consignas y una de las razones es ver a hordas de gente corriendo como posesos o paseando a sus mascotas, sintiéndose culpables si no dan todos los pasos que les han dicho que tienen que dar al día.

Es como cuando les dijeron que era muy bueno beber agua, la gente cruzaba de su portal a comprar el pan agarrados a un botellín de agua, por si se  deshidrataban durante esos cinco minutos en los que cruzaban la acera.

Mientras pagaban, chupaban del botellín, salían de la tienda y le daban otro sorbo, como si éste encerrase el secreto de la eterna juventud. Y si no llevabas botellín porque ya habías bebido en casa, te miraban con esa superioridad del que cree que sabe algo, que tú ignoras.

Eso sí, las empresas de agua se forraron. Hacían agua mineral, sin mineral, con mineral vitaminado o simplemente del grifo pero la botella era muy mona. La gente paseaba feliz con el bolso, el móvil y la botella en la mano bebiendo esos sorbitos de salud. 

Sin embargo ahora, les han cambiado el discurso, y corre el rumor de que sólo se debe beber agua cuando se tiene sed. Vamos, lo que decía mi abuela.

Lo del agua ha pasado, pero lo de la facturación y el marketing no, ya que han pasado a venderles ropa para mascotas, que hasta ahora tenían pelos contra el frío y ahora tienen gabardina. 

También los tienen muy entretenidos vendiéndoles ropa para el «running», o mascarillas de colorines, además, los vacunan cada semana un poquito por si les baja algún nivel.

La verdad, cada día que pasa es a mí a la que le bajan los niveles.

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«Amigos compatriotas…»

23 jueves Dic 2021

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Política, Reflexiones, Uncategorized

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crítica, Política, Reflexiones

Recuerdo un magnífico monólogo de Marlon Brando en la película «Julio César», cuando representaba a Marco Antonio, discurso de un político aplacando a la plebe y que para ello apela a sentimientos, no a argumentos y que comenzaba por «Amables romanos… amigos compatriotas…» 


Hoy en día diríamos algo más sencillo: » Hoy quiero transmitir a la ciudadanía, que estamos con ellos y que no vamos a dejar a nadie atrás, que los jóvenes podrán seguir vomitando en la calle durante los fines de semana y si les apetece los miércoles también». 


¡Ay el arte de la dialéctica! En la actualidad está tratado de forma tan burda, que se ha convertido en puras soflamas sacadas de antiguos manuales para destruir al individuo, creando así un pensamiento único y por tanto, mucho más manipulable. 


Imaginaos por un momento que la gente fuese capaz de pensar por su cuenta, sería todo un problema para el nuevo orden mundial.

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Mis queridos anónimos

10 domingo Oct 2021

Posted by Livia de Andrés in Reflexiones

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pensamientos, Reflexiones

En muchas ocasiones he sentido la tentación de escribir bajo pseudónimo o utilizar un avatar, como el Youtuber UTBH, no con intención de esconderme, sino para que la gente deje de preguntarme si soy la protagonista de mis entradas. 
Sin embargo, considero que esconderse es de cobardes, prefiero utilizar mi nombre. Me niego a formar parte de esa categoría aborregada, predominante en nuestra sociedad.

Y es que, esconderse es inútil, es como mentir, al final se sabe. No deja de asombrarme observar cómo en diversas redes sociales o en mi mismo blog, la gente cree que actúa en la sombra. Todos sabemos que no es muy difícil saber de dónde provienen las visitas que reciben los blogs, son fácilmente rastreables. Mi blog me proporciona toda clase de información aunque yo no quiera. 
Por tanto, sé quien se encuentra agazapado en las sombras, esas cómodas sombras que, al final, acaban oscureciendo hasta la propia vida fuera de la red, los que la tengan.

Atreverse a hablar es exponerse, en muchas ocasiones decir lo que piensas, en un mundo en el que cada vez más individuos optan por permanecer bajo la tabla rasa del adoctrinamiento colectivo, no es fácil. 
Sin embargo, creo que opinar con argumentos es fundamental, para la contribución al desarrollo de la especie humana, un deber para el avance de la humanidad. 
El individuo se pierde en la colectividad, lo cual es peligroso, pues elimina su libertad, suprimiendo así, su libre opinión. Las opiniones en masa, sepultan al individuo haciéndolo víctima de sí mismo mediante su propio silencio.
Reconozco que es difícil ser valiente, pero alguno ha habido, personas como el mejor filósofo de nuestro tiempo, nuestro querido Gustavo Bueno, que continuó ejerciendo su carrera, defendiendo sus pensamientos con vehemencia y expresándose de forma clarividente hasta que decidió dejarnos en tierra baldía, eso sí, con la certeza de haber llevado a cabo su labor hasta el final y de haber vivido según su criterio. 

O como el psicólogo canadiense Jordan Peterson, que sabe escuchar, debatir, al que muchos odian y al que otros muchos escuchan y lo escuchan, porque les ha devuelto la esperanza perdida de vagar por la vida sin objetivo, simplemente poniendo delante de sus narices nociones tan básicas como el esfuerzo, el estudio, la lectura y la defensa de sus convicciones o ideas, les permitirá salir del yugo atronador del silencio al que se ven sometidos desde hace décadas los estudiantes y profesores en las universidades a lo largo y ancho de todo el planeta, que de tanto callar han dejado de hacer honor a ambos nombres.
La gente no se atreve a opinar, ni a plantar cara, se aborrega, baja la cabeza, hace que no escucha, porque cree que así les irá bien, pero no es así, ya que todos aquellos que están callando, otorgando, son como la mujer maltratada que no se rebela porque piensa que la situación se sostendrá, aunque todos sabemos como termina siempre: A golpes primero y finalmente con la muerte.
Una gran masa se esconde bajo pseudónimos en la red, tras un móvil, hablándole a su perro o con auriculares en las orejas por la calle, sustituyendo así la comunicación personal.
Hay personas que, sin percatarse siquiera, han dejado de vivir por vivir entre sombras, con mails o perfiles falsos, con comentarios firmados bajo un nombre falso. Recuerdan a los criminales que cambian de nombre varias veces durante su vida para dificultar ser rastreados.
Gente que, por cobarde, no se atreve ni a levantar el teléfono para que su pequeña y cada vez más diminuta burbuja de lo que ellos creen confort y que, en realidad, sólo es soledad, no sea perturbada. En el fondo tanto ellos, como nosotros, sabemos quienes son.

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El mitin

22 lunes Jun 2020

Posted by Livia de Andrés in Humor, Política, Reflexiones, Vida

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crítica, humor, Política, Reflexiones, vida

Ayer presencié como un periodista, que se había desplazado desde la capital para cubrir un mitin político celebrado en Galicia, era fustigado por el tortuoso carácter gallego.

El pobre desdichado, gran periodista y muy valiente, se acercaba al público allí reunido, durante los momentos previos al mitin, preguntando a los presentes en el recinto, gratamente camuflados por sus mascarillas, sobre su intención de voto ¡Pero hombre de Dios! ¡Eso en Galicia es un suicidio! ¡No sabes a qué te expones! Eso es información clasificada, no la tiene ni Tezanos.

¿Cómo se te ocurre preguntar a un gallego qué va a votar? En esta tierra no te dicen ni la hora porque creen que tiene consecuencias.

El periodista, en su ingenuidad, se empeñaba en conseguir una respuesta que jamás iba a llegar. Venía con la mente de Madrid, abierta, dónde la gente te responde. Allí, te vas a cubrir un mitin y preguntas directamente. Aquí, era como ver a alguien dar vueltas al mismo árbol, al principio lo coges con fuerza pero, después de una hora, empiezas a pensar por qué has tenido que ir al bosque. Y es que cuanto más se esforzaba en darle ritmo a su entrevista y más le insistía al cámara que lo siguiese entre las filas de asientos de los probables votantes, que allí se encontraban, porque simpatizaban con su color político, más dificultades encontraba en hallar respuestas.

Aunque les hubiese preguntado por el número de zapato que calzaban pistola en mano, no lo hubiese logrado.

En Galicia, si te pierdes y preguntas si giras a la derecha o la izquierda, te vas a encontrar con otra pregunta del tipo: “¿Y usted por qué lo quiere saber?” Es inútil. Lo más práctico es que te lances hacia un lado o hacia el otro y reces para no terminar al borde de un acantilado o dando vueltas a la misma roseta.

Ir a un mitin y preguntar la intención de voto en Galicia es un suicidio, pero el periodista no terminaba de pillarlo, aunque los signos del público eran claros, sólo que hay que saber traducir las señales que emiten los gallegos, como las de tráfico: “Gire aquí y ya veremos donde acaba”. Hasta la señal es todo un misterio.

Ya no digamos tener la osadía de acercarte a alguien antes de un acto de este tipo, sentado en su butaca, pertrechado con una mascarilla e incluso con gafas en un recinto cerrado, a la espera de que salga su líder político. Cuando te diriges al sujeto en cuestión, que inclina su cuerpo hacia una pared vacía para dejar de mirar al escenario, es que no te va a contestar. No es que no te vaya a contestar a: “¿Tú a qué partido votas?” Es que no te va a soltar ni lo que comió ese día, no vaya ser que saques conclusiones.

Ya lo he mencionado muchas veces, en Galicia, todo depende y también he dicho que por mucho que tortures a un gallego, aunque vengan los mismísmos nazis, como le pasó a Manolo, no vas a obtener respuesta.

  • ¿Qué va a votar usted, señor?
  • Ay, pues no sé, a ver, ya se verá…
  • Pero usted ha venido a este mitin del partido X, por algo será ¿está interesado…?
  • Venir vine… ¿y usted quién es?
  • Soy X periodista de X medio y quería saber su opinión sobre cómo están las cosas en Galicia. Algo opinará…
  • Ay, sí, sí opiniones tengo muchas… ¿Y usted quien viene siendo?
  • Bueno, ¿sabe usted si aquí cerca hay alguna cafetería para tomar algo?
  • Haber habrá…supongo. Yo no le sé decir…

Los gallegos están muy entrenados, entrenados de tal modo que, aunque los tortures, no les sacas nada. Interpreta y vete. Si están en un acto político para escuchar a alguien, es que, probablemente lo van a votar. Lo mejor es que escribas… “Ayer, en Galicia hubo gran afluencia de público en el mitin de X” y el resto, te lo inventas. Si hoy en día eso de contrastar la información es algo “osoleto”, que diría un paisano mío. Tú dices, hoy han muerto X personas de Covid 19 y si resulta que aparecen más, sonríes y dices que hubo un accidente de tráfico que se llevó por delante a 15.000, aunque no haya coches en las carreteras. Pero si no pasa nada, hombre, tú escribe algo y ya está, pero no vengas por aquí poniendo a la gente en aprietos sobre lo que van a votar.

Por cierto, dicen por ahí, que nuestro frustrado periodista y el cámara que lo acompañaba, siguen dando vueltas a una roseta de la provincia de Pontevedra. Se van a quedar unos días, hasta que se recuperen. Ambos opinan que aún no saben cómo escribir el artículo sobre el mitin, pero que hace más fresquito que en Madrid. Y es que, quieras o no, Galicia engancha.

 

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Encuentros en la Tercera Fase

21 domingo Jun 2020

Posted by Livia de Andrés in Humor, Política, Reflexiones, Vida

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humor, Política, Reflexiones, vida

La felicidad inunda las calles.

No dejo de oír mensajes que parecen sacados de un prospecto propagandístico de mala calidad: “Ya pueden salir”. Eso sí, las capas de la cebolla, se las van sacando según les digamos.

La nueva realidad es muy incómoda y se aleja mucho de la realidad, parece una película mal dirigida, en la que el director en vez de pagar a sus actores, los domina a base de adrenalina. “Ahora toca que tengáis miedo y que os quedéis quietos” “Ahora ya podéis tener menos miedo, pero cuidado porque en cualquier momento os digo que tengáis miedo y os vuelvo a encerrar”. Una mierda, con perdón.

El Covid está previsto que regrese el día 6 de octubre a las cuatro y cuarto. ¿Pero de qué van? Nos tratan como si todos fuésemos tontos. Lo que ocultan es que ya hay sitio en las UCIS, para que pase la siguiente ronda.

Nos hallamos en la nueva normalidad. No sé quién acuña los términos pero, lo que sí sé, es que es un analfabeto.

Yo no sé ustedes pero, a mí, toda esta situación me parece todo, menos normal.

Si hace unos cuantos meses, les dicen que tienen que salir a la calle con un “bozal” en la cara, un bozal no sólo físico, sino también un bozal mental que les suprime el derecho a poder expresarse libremente ¿Qué hubieran pensado? ¿Qué es normal?

En esta nueva realidad virtual debemos guardar una distancia de dos metros entre personas, pero se puede volver a los bares. Parece ser, pues, que si te agarras con fuerza al vaso de cerveza, el virus se da la vuelta y se larga. Es todo muy lógico y sensato. Está muy bien pensado.

Te vas de vacaciones. Te miran la temperatura y, si en ese momento, te sobra la chaqueta y tienes más calor del habitual, te confinan en el hotel. En todo caso, varías y no tienes que ver la pared de tu casa. Personalmente, cuando quiero que me miren la temperatura, no me subo a un avión, me voy al médico, o mejor, me la miro en casa ¿Es que es divertido que te obliguen a lavarte las manos con geles pringosos cada vez que sales de una piscina? ¿Es divertido que el mero hecho de llevarte una patata frita a la boca sea un acto de alto riesgo? Ahora resulta que el parapente resulta más seguro.

Pero la gente ya está tranquila porque el Estado les ha dicho que se puede, sí se puede, y ya se sabe que si hay permiso… Además, si se muere alguien, sale Simón con estudiado despeinado a tranquilizar al personal diciendo, “es que tenía patologías previas”, con lo cual, no tranquiliza a casi nadie.

Después, está lo del permiso de circulación. La gente que conducía ya lo hacía mal, con falta de ética y educación, pero el problema es que tampoco saben circular por la calle, caminar sin tropezar. Siguen creyendo que si te adelantan por el lado que no toca y te empujan, llegan antes. Son todo, menos hábiles.

Existe también ese porcentaje tan alto de población que tiene mascota. Esos no llevan mascarillas. Imagino que el virus teme a todo lo que tenga pelo, porque sus dueños no la llevan, están exentos. Se han quedado en la primera fase. “Los que tengan mascota, la pueden pasear”. Y la pasean, no llevan mascarilla, la mascota lleva todo tipo de virus en las patas, huele todo lo que le viene en gana, que es lo que haría yo si fuera mascota porque no habría tenido que aguantar el discurso en rulo de Simón. Y el “high peak” o punto álgido del paseo es cuando recogen los excrementos del animalito. Esto sí ha mejorado porque cuando estábamos confinados, todo el mundo pasó de la bolsita. Si nadie te vigila, ya se sabe.

Está todo muy bien pensado y es muy cómodo además, te lavas las manos, limpias las superficies, lavas la compra, tiras la ropa a la lavadora cada vez que sales, gastas cinco euros en cada mascarilla, la gente se va quedando con menos opciones laborales, pero reina el silencio… un silencio que a mí me resulta atronador: el del rebaño resignado. Todos los borregos esperan a la siguiente orden… “A ver qué nos dejan hacer”, “Creo que si vas a comprar ropa tienes que hacer una cola de dos horas…”Anda, no lo sabía, voy a ir a ver cómo es la cola”. Claro que sí, es lo más apetecible, esperar tras otra persona con el bozal puesto, que te miren la temperatura y vigilar que nadie tosa a tu alrededor.

Claro que siempre quedan otras opciones para vivir de forma más relajada, como la gente que se cree inmune. Se pasean con una media sonrisa y sin mascarilla: Yosoyrebelde.com Y, además, me han dicho que hasta octubre el virus ha pillado una depresión y no va a levantar cabeza. Y te pasan rozando o escupiéndole al móvil. Se ahorran comprar mascarillas y están más cómodos. El problema lo tienes tú, que eres tonto y te la pones, ellos no desde luego.

Personalmente, no quiero sucedáneos de lo normal, no me gustan, quiero lo normal, lo de antes, lo de siempre.

No quiero fases, ni desescaladas, ni que me digan que hoy se puede pasear media hora pero, sólo si vas corriendo, si paseas, castigado en casa. No me gusta vivir en una realidad virtual, quiero la realidad de siempre, que ya tenía suficientes fases y suficientes dificultades. Quiero que la gente piense por su cuenta, reflexione, no se aturda porque la “dejen” salir, en cuanto ponen un pie en la calle dejan de pensar, gente entretenida por un trabajo que ahora resultará el doble de difícil de desempeñar.

Ya he visto “Encuentros en la Tercera Fase” y estuvo bien, pero cuando terminaba la película, podía salir del cine.

 

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Las cuadrículas

01 viernes May 2020

Posted by Livia de Andrés in Humor, Política, Reflexiones, Vida

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crítica, humor, Reflexiones, vida

oooooooooooooooo

Puede que esté perdiendo la cabeza por el cúmulo de sandeces que llevo escuchando día tras día, pero creo haber entendido que van a marcar las playas con cuadrículas para mayor seguridad de los arrojados que vayan cuando volvamos a “la nueva normalidad”. Aquí me pierdo, si es nueva ¿cómo puede se puede volver? Lo dejo ahí.

Van a “encerrar” a la gente que vaya a la playa dentro de una marca cuadrada de arena para después obligarlos a caminar en fila por un pasillo dibujado en la arena que los conducirá hasta el mar.

Qué bonito, de verdad, qué bonito. El calor, las filas, los cuadraditos que nadie va a desdibujar.

¿Y al llegar al mar? ¿Cómo se supone que deben comportarse los presos de esos barrotes invisibles? Quizá en el agua marquen su territorio rodeándose de pececillos, o con algas, qué idea tan magnífica aunque, personalmente, optaría por defenderme de la jauría de bañistas hambrientos de sol, sal y mar con un cangrejo o mejor, centolla en mano, que impresiona más.

Y a la salida sin que nadie haya osado tocarte o salpicarte o escupirte, lo cual es muy común mientras intentas nadar, te pones en fila en el pasillo de arena asignado para tales fines y regresas a tu cuadrado de arena.

Qué gozada debe de ser eso, qué relax para el cuerpo y para el espíritu. Los barrotes serán imaginarios, ningún niño se atreverá a saltarse la marca de arena, no habrá disputas por obtener uno de los cuadraditos en las que, seguro, te escupirá alguien, porque cuando te acaloras, ya se sabe, ¿o quizá será mejor tomar el sol con mascarilla? Qué marca tan bonita en la cara, sobre todo qué original y qué relajados van a estar: Cuadrados en la arena, pasillos hasta el mar y, una vez en el agua, vuelta a la lucha para defender tu territorio.

En fin, lo que sí aconsejo es que no suelten la centolla, por si acaso.

 

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Mi vecina y su estado de alarma

01 viernes May 2020

Posted by Livia de Andrés in Reflexiones, Vida

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historias, pensamientos, Reflexiones, vida

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Hoy me ha despertado la vecina del cuarto que le ha dado por poner la música a tope y empezar a dar gritos, imaginando que su voz cuadraba con alguno de los acordes que sonaban en su piso.

Ayer, también me tropecé con ella cuando yo bajaba la basura y, al abrir el ascensor, salía con su perro, un antes cachorrillo en perfecto estado, que pasadas dos semanas de vivir con ella y su pareja, se ha quedado con las dos patas delanteras rotas y se ha pasado un año en el apartamento, gimiendo de dolor, con las patas metidas en no sé qué aparato. Por lo menos, desde que ha empezado el confinamiento no está solo y sale a la calle, ya que antes no lo hacía.

Mi vecina está ofendida porque un día, después de haberle prestado mi secador y varios utensilios de cocina cuando se trasladó con su novio a vivir abajo, se me ocurrió preguntarle por qué motivo su perro lloraba tanto. Eso bastó para que dejara de saludarme. Ahora cuando se cruza conmigo sonríe mucho, como los que defienden causas de las que saben que son culpables y le habla sólo al perro. Quizá piense que le va a contestar.

Que no me salude, sólo demuestra su falta total de educación, aunque, a estas alturas, esto ya no es ninguna sorpresa. No se da cuenta de que si vas a la casa de una desconocida cada cinco minutos y le pides lo que te place, tienes que saludarla cuando te cruces con ella. Además, no alcanzo a comprender por qué las personas que tienen mascotas, a las que generalmente sólo utilizan para entablar conversación con otro ser humano, suelen estar siempre ofendidas por algo.

Me molesta su hipocresía. En primer lugar, sus palabras, nada más adoptar al pobre perro fueron: “Si te molesta, por favor, dímelo”. Uno de mis problemas es que yo me creo lo que dice la gente, en un primer momento.

Sé, además, que maltrata a su perro, porque lo he visto. Sin embargo, cuando se cruza conmigo u otro vecino, en otras palabras, cuando hay testigos, su tono cambia considerablemente y pasa a tal fase de amor infinito a su mascota, que la mira entre desconcertado e histérico.

Cuando mi vecina se trasladó aquí, me pareció una chica maja y normal, pero ahora hasta el acento le ha cambiado. Intenta emitir sonidos estilo Tamará Falcó, lo intenta. La mezcla entre maltratadora y el acentillo nos tiene al perro y a mí desconcertados. Él le tiene pánico, salta, grita y se tira encima de cualquier persona que crea que lo puede ayudar. Yo a ella le tengo manía.

Por otra parte, ella y su pareja, se pasean sin guantes, sin mascarillas, como si el estado de atrincheramiento, no fuera con ellos. Toman vermuts con la ventana abierta, ponen música y salen unas diez veces al día con el pretexto de pasear al perro. Están satisfechos y contentos. Es como para estarlo, cuando la gente se muere, porque siguen muriéndose y mañana, cuando los suelten a las calles a jugar a la ruleta rusa, van a morir más.

Sin embargo, mis vecinos están felices porque creen que con ellos no va el asunto, ni la pandemia, ni la economía, ni nada. Ellos bailan, comen y pasean al perro “sin bolsita”. Ya se sabe que, para algunas personas la falta de gente en la calle significa que las normas habituales de limpieza desaparecen también.

Y hoy a las ocho mis vecinos saldrán a aplaudir, pero no porque sientan ningún tipo de empatía por los sanitarios, no la sienten ni por su perro. Es para que los vean. Mi única esperanza es que a ella no se le ocurra soltar un: “¡Jo, qué fuerte!”.

Mientras, seguiré aguantando su música, sus berridos, oiré llorar al perro para, después, verla a ella con esa sonrisa que se le ha quedado clavada en la cara desde que está de «vacaciones».

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Premonición

28 martes Abr 2020

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Reflexiones, Vida

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pensamientos, Reflexiones, vida

Cuando te pasa una ola por encima poco puedes hacer más que esperar a que pase. Si tienes suerte sólo te quedan unos arañazos en la piel por haberte arrastrado y restregado por la arena del fondo. Después, te escupe hacia la superficie, como digo, si tienes suerte. La ola nos está pasando por encima y no es que vaya a tardar en pasar, sino que unas veces golpeará con más fuerza y otras con menos, se hará más grande o más pequeña, pero no volveremos a pisar tierra.

La gente espera impaciente al pistoletazo de salida para “recuperar su rutina” pero, el que sostiene la pistola dispara sin sentido y sin apuntar. Por eso no acierta.

Hoy he estado reflexionando sobre la estulticia del ser humano, incluida la mía. Es como el que no echa de menos jugar al tenis hasta que se lo prohíbe el médico, aunque no haya tocado una raqueta en su vida. Yo no echo de menos el tenis, pero hoy sí me he acordado del verano pasado, cuando me quejaba, antes de ir a la playa porque, a la vuelta, tenía que lavar la toalla y el bikini en la lavadora, me parecía muy molesto llegar llena de arena y sal. Lo mismo me ocurre cuando pienso en la pereza que me daba ir a hacer ejercicio al paseo marítimo que tengo frente a mi casa. Recuerdo que cuando cedía y me dejaba llevar por un libro o una serie, mientras disfrutaba de la comodidad de mi sofá, sufría unos remordimientos terribles. Sin embargo, también recuerdo que, a la vez, experimentaba una especie de premonición. Una vocecilla en mi mente que me susurraba: “Llegarán tiempos en los que te arrepentirás de no salir hoy a la calle”. Confieso que, a veces, hasta sentía miedo de pensarlo, por si alguien me oía. Pues me han oído.

Y ahora miro anhelante el mar desde mi ventana. Mi vida se ha convertido en una rutina mezcla de desinfección y desconfianza interminable.

Cierto es que, antes de que todo esto del virus se instalara entre nosotros, ya era consciente de que había idiotas. A ver, idiotas siempre los ha habido, pero nunca como los de ahora. No, esos son especiales porque llevan años entrenándose y han llegado a un grado muy alto, qué digo grado, a un doctorado en estupidez. Antes de que el bicho se nos echara encima, terrazas, bares y paseos estaban desbordados por gente gritona, maleducada y, según ellos, con derecho a todo. Gente que sólo iba a su casa a dormir, pero que casi no reconocía el color de su propio sofá y ahora, están desesperados porque el sofá se está vengando.

Solía ver parejas con sus bebés dormidos a su lado mientras ellos bebían hasta altas horas. Es humano errar, pero las hordas que no abandonaban las calles con el menor pretexto, las fiestas día sí, día no, los aviones como latas de sardinas, eso no era humano. Y yo presentía que iba a ocurrir algo y así ha sido.

Lo que siento es que, además de las muchas vidas de gente que aún tenía mucho por vivir, más que nada porque sabían vivir, se nos han echado encima otros virus paralelos de difícil solución.

Ahora ya no tengo premoniciones, más bien certezas: “1984 Orwell”.

Pues eso.

 

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¿Truco o trato?

27 sábado Oct 2018

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humor, Reflexiones, relatos

 

Pocos segundos después de llamar al timbre, nos recibió una señora de mirada apagada y rostro seco, aunque agradable. Parecía haber estado llorando.

Su manera de caminar al enseñarnos el piso era lenta, intentando disimular sus ya escasas fuerzas. Avanzaba con dificultosa lentitud apoyándose en los pomos de las puertas, cada vez que abría una de las magníficas estancias de su bien conservada vivienda. Subimos por una gran escalera que conducía a una segunda planta, bien aireada y extensa. Subió despacio. Su respiración en cada uno de los peldaños mostraba fatiga.

Mientras avanzaba por las diversas habitaciones llenas de luz de aquel enorme piso en pleno centro de la ciudad, no podía evitar observar a la pobre anciana de rostro seco y ojos humedecidos.

Me sentía angustiada por aquella situación y por el esfuerzo al que se veía sometida para mostrarnos su piso. Por el contario, mi marido, me daba codazos y sonreía con satisfacción, regocijado al verla y pensar en el precio de ganga que nos había dado aquel hombre de la inmobiliaria. Parecía calcular el tiempo que le quedaría para que nosotros pudiésemos entrar a vivir en aquel fabuloso piso que jamás hubiéramos imaginado poder comprar. No podía evitar mirar a mi marido con odio por su falta sensibilidad ante aquella terrible situación, mientras él intentaba convencerme argumentando sobre lo que mejoraría la calidad de vida de aquella fatigada mujer gracias a la venta de su piso.

_Piénsalo_ me decía susurrando. Tendrá unos noventa y tantos y yo acabo de cumplir sesenta, ja, ja… El año que viene, como máximo, estaremos viviendo aquí. No pongas esa cara.

Cuando por fin salimos del piso, respiré profundamente y eché a andar con lágrimas en los ojos, sintiéndome la persona más infame de la tierra y odiando cada palabra de ánimo que salía de los labios de Luis, que sólo hablaba de números y de tiempo.

Cuando la anciana se quedó a solas, se sentó en el sofá de cuero que tenía junto al balcón, observó el cielo azul durante un instante y levantó el teléfono.

_ ¿Mary? Acaban de marcharse los del piso. Todo muy bien, sí, sí… Lo de la cebolla y el lápiz negro por el borde de los ojos ha funcionado, me salían unos lagrimones más gordos que en el funeral de Paco, parecía que no veía nada por las cataratas. Me he apoyado en las puertas, aunque me parecía demasiado, también ha colado. La mujer estaba a punto de darme el doble por el piso y, de paso, de divorciarse del borde del marido, que no sabe que le llevo tres años y ha estado echando cuentas. Aquí sí que casi lo estropeo todo porque me daba la risa. Gracias por todos tus consejos. Ha sido todo un éxito. En cuanto me saque todo esto de la cara, paso a buscarte en el coche y nos vamos al restaurante de Miguel para celebrar la venta del piso y mi sesenta y tres cumpleaños ¡Esta vez invito yo!

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Publicado por Livia de Andrés | Filed under Ensayos, Humor, relatos

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Mentiras tontas

11 miércoles Jul 2018

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historias, humor, Reflexiones, relatos

Hace un par de años mi amigo Paco empezó a ganar bastante peso. Nadie se atrevía a mencionar este asunto en su presencia. Sin embargo, él entraba cada mañana en la oficina anunciando de forma eufórica y con potente voz que, según su pesa, había bajado dos kilos. Acto seguido, Paco se sentaba en su mesa y no dejaba de refunfuñar por lo mucho que le apretaba el cinturón del pantalón. Al día siguiente, la misma escena ¡Dos kilos! Iba de dos en dos kilos cada día. No se paraba ni a pensar que, con semejante pérdida de peso diaria, habría sido urgente una visita al médico. Ninguno de los allí presentes se explicaba la razón por la que se ponía en evidencia de esa manera cuando la acumulación de grasa de su barriga se hacía cada vez más evidente ¡Dos kilos más! ¡Es fantástico! Nos decía mientras avanzaba con dificultad hacia su ordenador.

De igual manera se alejaba de la realidad aquella peluquera tan sospechosamente acelerada, habladora hasta decir basta, que aseguraba a todos sus clientes que su delgada figura se debía a comer y cenar exclusivamente marisco. Afirmaba que aquel era su vicio y debilidad. Recuerdo que, por aquella época, intenté convencer a mis padres para que me dejasen estudiar peluquería. Me parecía una profesión como pocas, podías conseguir que los pantalones de la talla 34 te quedasen flojos y el sueldo te alcanzaba para pasarte la vida atiborrada a percebes y centollas.

Si las personas que mienten se parasen a pensar sus mentiras, se cansarían mucho, porque pensar cansa un montón, sin embargo los demás no nos divertiríamos tanto.

Manolo era un claro ejemplo de lo mismo. A sus casi noventa años, para marcharse del bar cuando era su turno de pagar otra ronda, se disculpaba diciendo que no quería que su madre estuviese tanto tiempo en casa sola. El resto de los tertulianos lo miraban con horror viéndolo como a una especie de Norman Bates en Psicosis e imaginando su llegada a casa para besar en la mejilla a lo que fuera que tuviese en una mecedora.

Poca imaginación también la de mi vecino Juan que, cada vez que llegaba borracho a su casa, agarrándose a las paredes, aseguraba a su mujer que le había sentado mal la tapa de mejillones.

Y es que hay personas que ni para mentir se molestan en pensar.

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Publicado por Livia de Andrés | Filed under Humor, Reflexiones, relatos

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Aún no

12 martes Jun 2018

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historias, pensamientos, Reflexiones

En esos momentos en los que esa amalgama gris lo cubre todo, no escribe, ni atiende, ni piensa. Entonces escucha música.

Busca canciones que la conduzcan allí donde antes estaba. Sólo algunas veces encuentra lo que está buscando. Entonces lo escucha una y otra vez. Sube el volumen para que todo se inunde con aquellas notas que comienzan a producir su efecto hasta que no sólo vibran en sus oídos, sino allí dentro, muy dentro, en el lugar olvidado.

Se deja llevar. Baila. Cierra los ojos y ese resquicio sellado se resquebraja y comienza a sentir la cálida luz del sol en su cara, en entonces cuando el estado gris parece desvanecerse. Duda sobre si alguna vez ha existido. Y sonríe levemente. Un momento de felicidad. “Retenlo”, piensa.

Entonces es cuando ocurre, aquella cálida luz que invadía sus entrañas ha reabierto aquello. Duele. Debe apresurarse a detener la música. Y se precipita a hacerlo con el cuchillo hundiéndose cada vez más en su alma y lágrimas en los ojos. Aún no, no puede, no es el momento.

Cuando las notas cesan, paulatinamente todos los tonos del gris regresan.

Se queda allí en mitad del salón. La calma reaparece y apacigua el dolor. Prefiere el gris.

Allí permanece, con el corazón palpitando, el sudor secándose en su frente, en medio de un silencioso vacío, por fin vuelve a no sentir nada.

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Prejuicios

31 domingo Dic 2017

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Reflexiones, relatos

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Reflexiones, relatos

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¡Camarero! Dijo el anciano sentado en la barra del bar.

-Pregunte a aquellos dos caballeros de la mesa de la esquina si puedo tomar dos dedos del vino que están bebiendo.

El camarero sin dar muestra alguna de la extraña petición, se acercó a los dos hombres de aspecto pulcro e hizo lo que le pedía.

Los dos hombres, volvieron su mirada hacia aquel individuo de aspecto bohemio y, minutos después, el camarero sirvió dos dedos del vino al hombre que, levantando la copa, les dedicó una sonrisa.

Cuando ambos terminaron la botella, el anciano encargó que les sirviesen otra de la misma añada.

Ambos se quedaron gratamente sorprendidos, pues jamás pensaron que aquel anciano extravagante, pudiera permitirse pagar cerca de mil euros por aquella botella.

Y es que, en la mayoría de las ocasiones, los prejuicios nos ciegan. Y, a veces, basta con respirar hasta el fondo, sonreír y dejarse sorprender.

¡Feliz 2018!

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Desde mi esquina

21 miércoles Jun 2017

Posted by Livia de Andrés in Ensayos, Reflexiones

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escritores, Reflexiones, vida

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Un sol abrasador entra por las ventanas del salón y se refleja con fuerza en la robusta e impertérrita  mesa de madera que se mantiene a la espera de esas cenas con amigos que la dejan cansada y satisfecha.

El calor me impide pensar. Hoy es un día cualquiera. La brisa de la terraza situada debajo de mi apartamento se me antoja un paraíso alcanzable para librarme de aquello hasta que caiga la noche.

Sentada en mi mesa del rincón, soy consciente de estar experimentando unos de esos días extraños en los que mi cabeza no es capaz de dejar de vagar de un sitio a otro y de hacerse preguntas estúpidas que no conducen a ningún sitio bueno.

Uno de esos días en los que ni tú misma sabes cómo te sientes, en los que te molesta todo y todos, en los que discutes sin razón, en los que hasta el azul del mar te parece molesto.

No soporto mi desgana, podría escribir mil historias observando todo aquel bullicio de la cafetería, pero no me dejo arrullar por este ambiente contagioso. Todos parecen disfrutar y yo me niego, conscientemente, y eso me enfada aún más.

Sentada en una mesa de la esquina observo  todos esos veleros y yates que entran a puerto. Encuentro cierto consuelo, para, al minuto siguiente, acordarme de todos aquellos que protestan escondidos tras sus ordenadores; todos los que se callan por miedo; los mediocres que piden becas copiando textos de internet, mientras que los que están dotados de un cerebro, trabajan de camareros; vienen a mi mente los que retiran sus acciones sin decir nada a los que carecen de información privilegiada, dejándolos sin sus ahorros; me enfada pensar lo desprotegidos que estamos los que no vamos en coche oficial; pienso en todos aquellos que encadenan su vida a su barrio, al no ser capaces de abandonar sus costumbres; pienso en los expertos en el arte de tergiversar y en mi estúpida confianza en el ser humano.

Y, en ese momento, viene a mi mente mi padre, sentado, sonriendo, consciente de la situación, sin protestar, amable, sin derramar jamás una lágrima, uno de los hombre más valientes que conozco, uno de los hombres que no se deja conocer por nadie… excepto por mí. Recuerdo sus guiños cuando mamá da saltitos a escondidas en la cocina en un intento más por abandonar su muleta, sus silencios llenos de significado, recuerdo mis esfuerzos, mi cansancio, mis enfados, mis traiciones, mi lealtad. Y un remolino de pensamientos contradictorios me ahoga. Y vuelvo a pensar que este día, es uno de mis días extraños, de los que acaban haciéndome daño, de los que hay que pasar rápidamente y sin respirar.

Intento centrarme en la brisa marina. Jorge, el hijo del dueño, se acerca con una sonrisa y comenta algo sobre el tiempo. Continuo tecleando estas notas apresuradas, sintiéndome extraña entre todos esos desconocidos que ya conozco. La gente que me rodea parece también estudiarme con disimulo. No me gusta esta sensación, me gustaría pasar inadvertida, pero es algo que no suelo conseguir. Hay algo en mí que me delata. Quizá esta soledad que yo misma he elegido esta tarde.

En realidad, sería más sencillo ser como Carver y sacarle partido a la vida cotidiana sin más e imaginar historias con solo mirar a mi alrededor para poder escribir sobre camareras y camioneros. Sin embargo, hoy me parezco más al huidizo Salinger en busca de un escondite, a la espera de que un día como hoy pase pronto y no se repita con demasiada frecuencia.

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