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Areoso

 

La isla está formada sólo de una fina arena blanca y de agua tan cristalina que, al asomar la cabeza fuera del barco, veo claramente el fondo y el ancla reposando en la arena.

Hay que tirarse e ir a nado. Somos diez personas en el barco y nuestro amigo marinero.

Los marineros no saben nadar. Ellos no tocan el mar, comen de él, pero jamás se zambullen en el agua.

Hay una pequeña barca atada al barco, pero la isla está tan cerca que decidimos ir nadando.

Es curioso que, aunque hay un trecho del barco a la isla, no tengo miedo de tirarme al mar.

Salto de la cubierta del pesquero y en unas cuantas brazadas, impulsada por el agua salada, llego sin apenas cansarme.

Todos sentimos la agradable sensación de la cálida y blanca arena bajo nuestros pies que nos recibe al llegar como si deseara ser visitada. No hay nadie en la isla.

Alternamos paseos al sol, que aún calienta, con baños en el agua y nos asombramos de poder observar con tal nitidez las puntas de nuestros pies en el fondo.

Nadie puede acercarse si no es en barco. Estamos solos, y desde el pesquero de madera verde y roja, anclado, nos observa el capitán con sus piernas clavadas en la cubierta del barco.

Nado dejando que el agua acaricie todo mi cuerpo, y de vez en cuando, me tumbo en la superficie del mar que me acoge generoso en su regazo.

Miro hacia cielo y sonrío en azul. Pocos momentos recuerdo de felicidad tan intensa. Esos momentos que existen en la memoria y que, a veces, reaparecen en los días más grises, esos momentos que cometemos el error de olvidar.

Ya de vuelta al barco, a la vez mojados y quemados por el sol, nos vestimos de prisa y nos secamos. Son cerca de las ocho de la tarde y el puerto nos espera.

Vuelvo a sentarme al borde del barco, intentando secarme el pelo con la brisa. Siento cómo al surcar de nuevo las pequeñas olas, el aire golpea mi blusa y mi cara.

La isla se hace más y más pequeña a medida que nos alejamos, hasta convertirse en un punto. La sal decora mi cuerpo de blanco y siento ese hambre y esa sed que sólo pueden proporcionar días así.

El barco navega lleno de vida, de risas y nuestro amigo, el marinero, sonríe satisfecho, mientras maneja el timón que nos conduce a puerto.

Por la noche, vencidos por la calma que traen las estrellas, ya en las improvisadas mesas de madera del puerto, el mar sigue acompañándonos. Está ya en calma, dormido. Y nosotros, nos emborrachamos de olores y sabores que llegan de él.

El vino, la comida, los amigos de siempre, los nuevos y las historias, se mezclan y se amarran en un recuerdo que se graba en tu mente para surgir sólo en ese momento de tu vida en el que piensas que el gris no te abandonará. Y cuando surge, todo se inunda de nuevo del azul del mar.

Y recuerdas aquellas estrellas brillantes que te miraban aquella noche de verano en la que compartías un trozo de tu vida. Recuerdas esas charlas de donde podrían surgir libros enteros.

Te aferras a miradas que te hablaban de historias que se borrarían con las luces del alba.

Y en tu mente sólo quedan las risas, los recuerdos, los silencios, las canciones y la celebración de la vida. En aquellos días en los que sólo pretendías estar, sin mañana, sin querer más que estar.